Libro de las Fundaciones
CAPÍTULO 16
En que se tratan algunas cosas sucedidas en este
convento de San José de Toledo, para honra y gloria de Dios.
1. Hame parecido decir alguna cosa de lo que en
servicio de nuestro Señor algunas monjas se ejercitaban, para que las que
vinieren procuren siempre imitar estos buenos principios.
Antes que se comprase la casa entró aquí una monja
llamada Ana de la Madre de Dios, de edad de cuarenta años, y toda su vida había
gastado en servir a Su Majestad. Aunque en su trato y casa no le faltaba
regalo, porque era sola y tenía bien (1)[1],
quiso más escoger la pobreza y sujeción de la Orden, y así me vino a hablar.
Tenía harto poca salud; mas, como yo vi alma tan buena y determinada, pareciome
buen principio para fundación y así la admití. Fue Dios servido de darla mucha
más salud en la aspereza y sujeción, que la que tenía con la libertad y regalo.
2. Lo que me hizo devoción, y por lo que la pongo
aquí, es que antes que hiciese profesión hizo donación de todo lo que tenía,
que era muy rica, y lo dio en limosna para la casa. A mí me pesó de esto y no
se lo quería consentir, diciéndole que por ventura o ella se arrepentiría, o
nosotras no la querríamos dar profesión, y que era recia cosa hacer aquello
(puesto que cuando esto fuera, no la habíamos de dejar sin lo que nos daba),
mas quise yo agraviárselo mucho (2)[2]:
lo uno, porque no fuese ocasión de alguna tentación; lo otro, por probar más su
espíritu. Ella me respondió que, cuando eso fuese, lo pediría por amor de Dios,
y nunca con ella pude acabar otra cosa. Vivió muy contenta y con mucha más
salud (3)[3].
3. Era mucho lo que en este monasterio se
ejercitaban en mortificación y obediencia, de manera que algún tiempo que
estuve en él, en veces, había de mirar lo que hablaba la prelada (4)[4];
que, aunque fuese con descuido, ellas lo ponían luego por obra. Estaban una vez
mirando una balsa de agua que había en el huerto, y dijo: «Mas ¿qué sería si dijese
(a una monja que estaba allí junto) que se echase aquí?». No se lo hubo dicho,
cuando ya la monja estaba dentro, que, según se paró, fue menester vestirse de
nuevo. Otra vez, estando yo presente, estábanse confesando, y la que esperaba a
otra, que estaba allá, llegó a hablar con la prelada (5)[5].
Díjole que cómo hacía aquello; si era buena manera de recogerse; que metiese la
cabeza en un pozo que estaba allí y pensase allí sus pecados. La otra entendió
que se echase en el pozo, y fue con tanta prisa a hacerlo, que, si no acudieran
presto, se echara, pensando hacía a Dios el mayor servicio del mundo. Otras
cosas semejantes y de gran mortificación, tanto que ha sido menester que las
declaren las cosas en que han de obedecer algunas personas de letras e irlas a
la mano; porque hacían algunas bien recias, que, si su intención no las
salvara, fuera desmerecer más que merecer. Y esto no es en solo este monasterio
(sino que se me ofreció decirlo aquí), sino en todos hay tantas cosas, que
quisiera yo no ser parte, para decir algunas, para que se alabe nuestro Señor
en sus siervas (6)[6].
4. Acaeció, estando yo aquí, darle el mal de la
muerte a una hermana. Recibidos los sacramentos y después de dada la
Extremaunción, era tanta su alegría y contento, que así se le podía hablar en
cómo nos encomendase en el cielo a Dios y a los santos que tenemos devoción,
como si fuera a otra tierra. Poco antes que expirase, entré yo a estar allí,
que me había ido delante del Santísimo Sacramento a suplicar al Señor la diese
buena muerte; y así como entré, vi a Su Majestad a su cabecera, en mitad de la
cabecera de la cama. Tenía algo abiertos los brazos, como que la estaba
amparando, y díjome que tuviese por cierto que a todas las monjas que muriesen
en estos monasterios, que Él las ampararía así, y que no hubiesen miedo de
tentaciones a la hora de la muerte. Yo quedé harto consolada y recogida. Desde
a un poquito, lleguela a hablar, y díjome: «¡Oh Madre, qué grandes cosas tengo
de ver!». Así murió, como un ángel (7)[7].
5. Y algunas que mueren después acá he advertido que
es con una quietud y sosiego, como si les diese un arrobamiento o quietud de
oración, sin haber habido muestra de tentación ninguna. Así espero en la bondad
de Dios que nos ha de hacer en esto merced, y por los méritos de su Hijo y de
la gloriosa Madre suya, cuyo hábito traemos. Por eso, hijas mías, esforcémonos
a ser verdaderas carmelitas, que presto se acabará la jornada. Y si
entendiésemos la aflicción que muchos tienen en aquel tiempo y las sutilezas y
engaños con que los tienta el demonio, tendríamos en mucho esta merced.
6. Una cosa se me ofrece ahora, que os quiero decir,
porque conocí a la persona y aun era casi deudo de deudos míos. Era gran
jugador y había aprendido algunas letras, que por éstas le quiso el demonio
comenzar a engañar con hacerle creer que la enmienda a la hora de la muerte no
valía nada. Tenía esto tan fijo, que en ninguna manera podían con él que se
confesase, ni bastaba cosa, y estaba el pobre en extremo afligido y arrepentido
de su mala vida; mas decía que para qué se había de confesar, que él veía que
estaba condenado. Un fraile dominico que era su confesor y letrado, no hacía
sino argüirle; mas el demonio le enseñaba tantas sutilezas, que no bastaba.
Estuvo así algunos días, que el confesor no sabía qué se hacer, y debíale de
encomendar harto al Señor él y otros, pues tuvo misericordia de él.
7. Apretándole ya el mal mucho, que era dolor de
costado, torna allá el confesor, y debía de llevar pensadas más cosas con que
le argüir; y aprovechara poco, si el Señor no hubiera piedad de él para
ablandarle el corazón. Y como lo comenzó a hablar y a darle razones, sentose
sobre la cama, como si no tuviera mal, y díjole: «que, en fin, ¿decís que me
puede aprovechar mi confesión? Pues yo la quiero hacer». E hizo llamar un
escribano o notario, que de esto no me acuerdo, e hizo un juramento muy solemne
de no jugar más y de enmendar su vida, que lo tomasen por testimonio, y
confesose muy bien y recibió los Sacramentos con tal devoción, que, a lo que se
puede entender según nuestra fe, se salvó. Plega a nuestro Señor, hermanas, que
nosotras hagamos la vida como verdaderas hijas de la Virgen y guardemos nuestra
profesión, para que nuestro Señor nos haga la merced que nos ha prometido.
Amén.
Notas del Capítulo 16
[2]
Agraviárselo: en acepción de
agravárselo, retener por cosa grave. – El modo de «agravárselo» fue muy según
el estilo teresiano: por lo visto, tanto quería dar la buena novicia al
convento, que la Santa hubo de exclamar: «Hija, no me traiga más cosas, que
juntamente con ellas la echaré de casa» (FRANCISCO DE SANTA MARÍA, Reforma...,
t. 1, lib. 2, c. 25).
[5]
Había escrito: llegó a hablar conmigo;
díjele yo; luego veló su intervención bajo el anónimo de la Prelada. Es
evidente, pues, que refiere episodios vividos por ella. La razón de las
correcciones puede entreverse al fin del número: «Quisiera yo no ser parte,
para decir...», es decir, para poder referir libremente, como en el caso de
Casilda de Padilla.
COMENTARIO AL CAPÍTULO 16
Prácticas de virtud
Nueva pausa en la narración. Esta vez para referir
sencillos ejemplos de virtud practicados en "aquellos principios". Lo
explicita al comienzo y al final del capítulo: escribe "para que las que
vinieren procuren siempre imitar estos buenos principios" (n. 1). Y
"para que nuestro Señor nos haga la merced que nos ha prometido" de
tener una muerte serena y esperanzada, como las aquí referidas (final del
capítulo).
El trazado del texto sigue sencillamente esa enumeración
de ejemplos y virtudes:
– El caso
de sor Ana al ingresar en el Carmelo de Toledo (nn. 1‑2);
– Mortificación
y obediencia en ese mismo Carmelo (n. 3);
– Dos
muertes ejemplares y promesa del Señor con ocasión de la primera (nn. 4‑7).
Son típicos y aleccionadores los ejemplos de virtud
acaecidos dentro de los Carmelos ya fundados. Dirá sólo algunos, "para que
se alabe a nuestro Señor en sus siervas". Recuerda y admira en primer
lugar el desprendimiento y la total entrega de sus bienes por parte de una
novicia, ya antes de su profesión, a la manera de los cristianos de la
primitiva Iglesia. No menciona su nombre, pero se trata de la toledana Ana de
la Madre de Dios (de la Palma), viuda a los 21 años, que ingresa a los 40 de
edad y hace entrega incondicional de todos sus haberes al Carmelo, con renuncia
formal ante notario. Morirá en 1610 en el Carmelo de Cuerva, después de una
vida ejemplar y tras presidir varios años la comunidad de Toledo.
A contiuación la Santa hace la loa de la obediencia y la
avala con el refrendo de episodios concretos. El tema de la obediencia es muy
recurrente en el libro desde las primeras páginas. Es una virtud "de quien
yo soy muy devota", escribe en el capítulo primero, tras escuchar en el
prólogo la consigna de que "la obediencia da fuerzas". Le dedica
extensas recomendaciones en los capítulos quinto y sexto, y de nuevo en el 18 (cf
n. 13). De sí misma asegura, en el más alto nivel de vida espiritual, que la
obediencia prima en el discernimiento de sus experiencias místicas. Lo testificará
enseguida con ocasión de la fundación del Carmelo de Sevilla (c. 24).
Aquí, sin embargo, insiste en la prudencia y el
discernimiento por parte de superioras y súbditas, para no dar paso a posibles
excentricidades.
Y recuerda con fruición el episodio de la primera monja
fallecida en el Carmelo toledano ("acaeció estando yo allí", n. 3),
ocasión en que recibe del Señor la maravillosa promesa "que a todas las
monjas que muriesen en estos monasterios Él las ampararía así", mientras ella
lo contempla a la cabecera de la moribunda "con los brazos algo abiertos,
como que la estaba amparando". Es quizás el cuadro más precioso de todo el
libro (n. 4). De hecho, la muerte tiene para ella trascendencia mística y le
concede excepcional importancia en la vida de comunidad y en el caso personal
de cada religiosa.
Y concluye el episodio: "Así espero en la bondad de
Dios que nos ha de hacer en esto merced, y por los méritos de su Hijo y de la
gloriosa Madre suya, cuyo hábito traemos" (n. 5).
Nota del Comentario:
1. Ana de la Madre de Dios, mencionada en el n.1, había
conocido a la Santa en el palacio de doña Luisa de la Cerda. Emitió sus votos
religiosos en noviembre de 1570. Años después, al enfermar la priora de
Malagón, la sustituyó en este Carmelo al frente de la comunidad. De ella
escribe la Santa en esa ocasión, julio de 1577: "Ana de la Madre de Dios
es muy buena religiosa y hace muy bien su oficio sin salir un punto de las
Constituciones" (carta 200, 10). Murió en el Carmelo de Cuerva en 1610.
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