Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
MORADAS
PRIMERAS
CAPÍTULO 1
En que trata de la hermosura y dignidad de nuestras almas.
Pone una comparación para entenderse, y dice la ganancia que es entenderla y
saber las mercedes que recibimos de Dios. Cómo la puerta de este castillo es la
oración.
1. Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí, porque
yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia, se
me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún fundamento: que es
considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro
cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas
(1)[1].
Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino
un paraíso adonde dice él tiene sus deleites (2)[2].
Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan
sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa
con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad; y
verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que
fuesen, a comprenderla, así como no pueden llegar a considerar a Dios, pues él
mismo dice que nos crió a su imagen y semejanza (3)[3].
Pues si esto es, como lo es, no hay para qué nos cansar en
querer comprender la hermosura de este castillo; porque puesto que hay la
diferencia de él a Dios que del Criador a la criatura, pues es criatura, basta
decir Su Majestad que es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la
gran dignidad y hermosura del ánima.
2. No es pequeña lástima y confusión que, por nuestra culpa,
no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran
ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es, y no se conociese ni
supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería
gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no
procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así
a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos
almas. Mas qué bienes puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma
o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan
poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura: todo se nos va en la
grosería del engaste o cerca de este castillo, que son estos cuerpos (4)[4].
3. Pues consideremos que este castillo tiene –como he dicho–
(5)[5]
muchas moradas, unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados; y en el
centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las
cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.
Es menester que vayáis (6)[6]
advertidas a esta comparación. Quizá será Dios servido pueda por ella daros
algo a entender de las mercedes que es Dios servido hacer a las almas y las
diferencias que hay en ellas, hasta donde yo hubiere entendido que es posible;
que todas será imposible entenderlas nadie, según son muchas, cuánto más quien
es tan ruin como yo; porque os será gran consuelo, cuando el Señor os las
hiciere, saber que es posible, y a quien no, para alabar su gran bondad; que
así como no nos hace daño considerar las cosas que hay en el cielo y lo que
gozan los bienaventurados, antes nos alegramos y procuramos alcanzar lo que
ellos gozan, tampoco nos hará ver que es posible en este destierro comunicarse
un tan gran Dios con unos gusanos tan llenos de mal olor; y amar una bondad tan
buena y una misericordia tan sin tasa.
Tengo por cierto que a quien hiciere daño entender que es
posible hacer Dios esta merced en este destierro, que estará muy falta de
humildad y del amor del prójimo; porque si esto no es, ¿cómo nos podemos dejar
de holgar de que haga Dios estas mercedes a un hermano nuestro, pues no impide
para hacérnoslas a nosotras, y de que Su Majestad dé a entender sus grandezas, sea
en quien fuere? Que algunas veces será sólo por mostrarlas, como dijo del ciego
que dio vista (7)[7], cuando
le preguntaron los apóstoles si era por sus pecados o de sus padres. Y así
acaece no las hacer por ser más santos a quien las hace que a los que no, sino
porque se conozca su grandeza, como vemos en san Pablo y la Magdalena (8)[8],
y para que nosotros le alabemos en sus criaturas.
4. Podrase decir que parecen cosas imposibles y que es bien
no escandalizar los flacos. Menos se pierde en que ellos no lo crean, que no en
que se dejen de aprovechar a los que Dios las hace; y se regalarán y
despertarán a más amar a quien hace tantas misericordias, siendo tan grande su
poder y majestad; cuánto más que sé que hablo con quien no habrá este peligro, porque
saben y creen que hace Dios aun muy mayores muestras de amor. Yo sé que quien
esto no creyere no lo verá por experiencia, porque es muy amigo de que no pongan
tasa a sus obras, y así, hermanas, jamás os acaezca a las que el Señor no
llevare por este camino.
5. Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo, hemos
de ver cómo podremos entrar en él.
Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es
el ánima claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo (9)[9];
como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro.
Mas habéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que
se están en la ronda del castillo (10)[10],
que es adonde están los que le guardan, y que no se les da nada de entrar
dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun
qué piezas tiene. Ya habréis oído en algunos libros de oración (11)[11]
aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es.
6. Decíame poco ha un gran letrado (12)[12]
que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía o tullido, que
aunque tiene pies y manos no los puede mandar; que así son, que hay almas tan enfermas
y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que
pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haber
siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo,
que ya casi está hecha como ellas, y con ser de natural tan rica y poder tener
su conversación no menos que con Dios (13)[13],
no hay remedio. Y si estas almas no procuran entender y remediar su gran
miseria, quedarse han hechas estatuas de sal por no volver la cabeza hacia sí, así
como lo quedó la mujer de Lot (14)[14]
por volverla.
7. Porque, a cuanto yo puedo entender, la puerta para
entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más mental que
vocal, que como sea oración ha de ser con consideración; porque la que no
advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la
llamo yo oración, aunque mucho menee los labios; porque aunque algunas veces sí
será, aunque no lleve este cuidado, mas es habiéndole llevado otras. Mas quien
tuviese de costumbre hablar con la majestad de Dios como hablaría con su
esclavo, que ni mira si dice mal, sino lo que se le viene a la boca y tiene
deprendido, por hacerlo otras veces, no la tengo por oración, ni plega a Dios
que ningún cristiano la tenga de esta suerte; que entre vosotras, hermanas, espero
en Su Majestad no lo habrá, por la costumbre que hay de tratar de cosas
interiores, que es harto bueno para no caer en semejante bestialidad (15)[15].
8. Pues no hablemos con estas almas tullidas, que si no
viene el mismo Señor a mandarlas se levanten –como al que había treinta años
(16)[16]
que estaba en la piscina–, tienen harta malaventura y gran peligro, sino con
otras almas que, en fin, entran en el castillo; porque aunque están muy metidas
en el mundo, tienen buenos deseos, y alguna vez, aunque de tarde en tarde, se
encomiendan a Nuestro Señor y consideran quién son, aunque no muy despacio. Alguna
vez en un mes rezan llenos de mil negocios, el pensamiento casi lo ordinario en
esto, porque están tan asidos a ellos, que como adonde está su tesoro se va
allá el corazón (17)[17],
ponen por sí algunas veces de desocuparse, y es gran cosa el propio
conocimiento y ver que no van bien para atinar a la puerta. En fin, entran en
las primeras piezas de las bajas; mas entran con ellos tantas sabandijas, que
ni le dejan ver la hermosura del castillo, ni sosegar; harto hacen en haber
entrado.
9. Pareceros ha, hijas, que es esto impertinente, pues por
la bondad del Señor no sois de éstas. Habéis de tener paciencia, porque no
sabré dar a entender, como yo tengo entendido, algunas cosas interiores de
oración si no es así, y aun plega al Señor que atine a decir algo, porque es
bien dificultoso lo que querría daros a entender, si no hay experiencia; si la
hay, veréis que no se puede hacer menos de tocar en lo que plega al Señor no
nos toque por su misericordia.
COMENTARIO A LAS MORADAS PRIMERAS,
CAPÍTULO 1
Desde el símbolo del «castillo» se le dice al lector que
cada hombre es como un castillo; que lo interior del castillo es el alma; que
la puerta de ingreso es la oración; primeros pasos de oración: conocerse a sí
mismo, tomar conciencia de la propia dignidad, desarrollar el sentido de Dios
y el sentido de pecado, recuperar la sensibilidad espiritual. Cuidar la propia
interioridad.
Desde la imaginería bíblica, el hombre de las primeras
moradas, liberado ya del pecado, está como Pablo o la Magdalena recién
convertidos; como el ciego de nacimiento o el paralítico de Siloé que han
recuperado la vista o el movimiento, antes atrofiados. Pero, como la mujer de
Lot, en riesgo permanente de volver la mirada atrás y petrificarse.
Entremos en el castillo
Como en los antiguos «libros de caballerías», nos acercamos
al Castillo de Teresa, y hacemos un alto con breve pausa de silencio ante su gran
puerta de entrada. La pausa nos sirve para recordar dos cosas importantes. Que
este castillo es, ante todo, el castillo de ella, el de su alma y su vida. El
de su Señor. Pero que a ella le sirve de atalaya para situar al lector frente
al propio castillo. Sin confrontaciones hirientes: le resultaría penosa al
lector, y quizás humillante, la confrontación. Al contrario, a la autora le
interesa tender desde el primer momento una especie de puente levadizo y
comunicante entre los dos castillos, el suyo y el mío, con suave flujo de
convicciones, experiencias y empatía en sentido unidireccional: desde el
humanismo y la experiencia religiosa de ella deriva una especie de fluido
comunicante que viene de su castillo al mío.
Teresa comienza hablándome en positivo «de la hermosura y
dignidad de nuestras almas». Es el epígrafe de este primer capítulo. Leámoslo
íntegro, porque nos brinda la mejor pista de lectura comprensiva del capítulo
entero. Dice así:
– «Trata de la hermosura y dignidad de nuestras almas;
– Pone una comparación para entenderse;
– Dice la ganancia que es entenderla y saber las mercedes
que recibimos de Dios;
– Y cómo la puerta de este castillo es la oración».
Subrayemos la palabra «alma/almas». Desde esa primera línea
del libro, «alma y castillo» se equivalen en el lenguaje simbólico de la obra.
En nuestro lenguaje de hoy –notémoslo– «alma y castillo» equivalen a «hombre».
Ella comenzará hablándonos «de la dignidad del hombre».
El misterio del hombre al trasluz de un símbolo
antropológico
Es la primera sorpresa. Para introducir al lector en este
«tratado» de vida espiritual o de teología espiritual, Teresa comienza hablando
del hombre, o bien del alma del hombre. Y lo hace en términos no sólo elo
giosos, sino con la máxima evaluación posible de la dignidad humana.
En el fondo, y como primera piedra sillar, tiene que quedar
bien asentado que el hombre es lo más parecido a Dios. Y que en sí mismo tiene
una capacidad que lo trasciende: no sólo está hecho a imagen de Dios, sino que
es capaz de contenerlo. Que el hombre no sólo tiene vocación de Dios, llamado
a la comunión con él, sino que su mismo ser humano está estructurado como
«capacidad de Dios», como espacio-morada de Dios. Más y mejor que el cosmos
entero.
Para decir todo eso en forma plástica y comprensible a
cualquier lector, Teresa comienza replegando sobre un símbolo. Un símbolo que
tiene raíces profundas en su experiencia mística anterior: el símbolo del
castillo, ya anunciado en el título mismo de la obra. El alma del hombre es como
un castillo...
En su primera formulación, esa imagen del castillo se
transfigura e idealiza: el alma del hombre es «como un castillo todo de
diamante o muy claro cristal». Joya traslúcida y enorme. Como una amatista
gigante, en cuya interioridad hay muchos aposentos. Grande «como el cielo,
donde hay muchas moradas». Especie de gema utópica, irrealizable en ninguna
orfebrería de la tierra.
Luego esa primera ideación del símbolo evoluciona y se
vuelve terrestre y realista. Teresa es de Ávila. Desde su convento de la
Encarnación ha contemplado infinitas veces la ciudad como un bastión
amurallado, como una ciudad-castillo. No castillo encantado, sino de dura
piedra berroqueña. Así es el alma del hombre. Como un castillo guerrero, bien
anclado en la roca del propio cuerpo, enhiesto frente a la llanura castellana
constelada de más y más castillos, y por dentro poblado de vida y de
problemas...
A lo largo del libro, esa versión bivalente del símbolo
inicial se irá alternando y desarrollando. El castillo seguirá un proceso de
iluminación interior. El castillo guerrero desarrollará un proceso de lucha y
de conquista. Será este segundo simbolismo el que prevalezca. Esa gran mística
que es Teresa tiene alma batallera y de la vida humana ella posee una idea
combativa. Quiere comunicársela al lector. Para que no sucumba al espejismo de
imaginarse una falsa paz en la andadura que le espera.
Tres piedras sillares: cimentación bíblica del castillo
Regresemos a esas primeras líneas del libro en que Teresa
ha perfilado su símbolo. Al lado de él, casi insensiblemente, ha solicitado el
apoyo de la Palabra bíblica. Del libro sagrado ha extraído tres afirmaciones.
Van a servirle para apuntalar el símbolo y fundar su evaluación del hombre en
clave cristiana, especie de angulación antropológica en el enfoque del libro.
Son tres palabras bíblicas:
– Que en el castillo del alma hay muchos aposentos, «como en
el cielo hay muchas moradas» (Es una palabra de Jesús en el evangelio de Juan,
14, 2: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas». Ya en el Camino de
Perfección Teresa ha explicado que el alma del hombre es «cielo de Dios»).
– Que «el alma del justo es un paraíso adonde él tiene sus
deleites» (Es una palabra del libro de los Proverbios, 8, 31: la Sabiduría
«tiene sus delicias en habitar con los hijos de los hombres». Palabra bíblica
que más de una vez ha colmado de asombro, estupor y regusto el alma de Teresa:
Vida 14, 10).
– Y que «el mismo Dios nos creó a su imagen y semejanza» (Es
el fundamental texto del Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó...»:
Gén 1, 26-27. Texto que también ha pasado por el tamiz de la experiencia
profunda de Teresa; se lo ha repetido la voz interior: «Como estaba (yo)
espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como mi alma, entendí: No es
baja, hija, pues está hecha a mi imagen»: Rel. 54).
A través de la experiencia interior, esas tres palabras
bíblicas han pasado al tejido de vida y convicciones de la autora. Y ahora se
le convierten en piedras sillares del castillo.
Tú, lector, ¿crees esas maravillas... y las que te
esperan en el castillo?
De esas tres palabras bíblicas, hay una que sirve a Teresa
para hacer al lector una especie de catequesis preparatoria. Es la palabra de
los Proverbios que asegura la maravillosa comunicación de Dios con el hombre. A
Teresa misma le había llenado de increíble estupor: «Oh Señor mío, ¿qué es
esto? Siempre que oigo esta palabra me es gran consuelo... ¿Es posible,
Señor...?» (Vida 14, 10).
Ahora, ante lo que acaba de afirmar acerca de la dignidad
del hombre y, sobre todo, ante la perspectiva de las maravillas que habrá de
contar al adentrarse en el castillo, vuelve a formularse esa pregunta: ¿Es
posible? Incluso teme que ese mismo interrogante golpee la mente del lector,
quien «podrá decir que parecen cosas imposibles, y que es bien no escandalizar
a los flacos» (n. 4).
Teresa responde: ¡Fuera dudas! El plan de Dios acerca del
hombre es maravilloso. Sólo el conocerlo, ya debe servir para «despertar a más
amar», «que hace Dios aun mayores muestras de amor». Y quien lo ponga en duda,
muy difícilmente llegará a saberlo por experiencia, «porque Dios es muy amigo
de que no pongan (no pongamos) tasa a sus obras».
Resuena en esos párrafos centrales del capítulo la pregunta
estremecedora de Jesús en el Evangelio: «¿Tú crees que yo puedo hacerlo...?
Todo es posible para quien cree...» (Mc 9, 23).
Entrar en el castillo: consigna clave de la primera
morada
«Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo,
hemos de ver cómo podremos entrar en él. Parece que digo algún disparate,
porque si este castillo es el alma, claro está que no hay para qué entrar, pues
se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza
estando ya dentro. Mas habéis de entender que va mucho de estar a estar... Que
hay muchas almas que se están en la ronda del castillo ...» (n. 5).
No. Nada de disparate. Teresa sabe por experiencia que el
hombre puede vaciarse de sí mismo y derramarse –como agua– en lo exterior.
De esas dos vertientes, de interioridad y exterioridad, que
tiene el castillo, esta segunda puede cancelar la primera. Exteriorizarse,
hasta alienarse. No al contrario: quien se interioriza, se convierte en centro
de gravedad de lo circundante. A ese propósito, Teresa se atreve a escribir una
palabra dura. Es posible que el hombre se desentienda de lo interior de sí
mismo, hasta desconocerse y animalarse. Hasta vivir «en la ronda del castillo»
o convivir en el foso de lo corporal y sensual «con las sabandijas y bestias
que están en el cerco del castillo» (n. 6). Hasta hacerse «casi como ellas, con
ser de natural tan rico y poder tener su conversación no menos que con Dios»
(n. 6): Ahí la palabra dura de Teresa: «Esto sería gran bestialidad» (n. 2).
Ojo, «no caer en semejante bestialidad» (n. 7), pues eso sería reducir el
hombre a la condición de las «alimañas».
Tan dura pareció esa palabra, que el primer lector del
libro, Gracián, se creyó en el deber de borrarla y sustituir «bestialidad» por
«abominación». Pero la Santa necesitaba decir en la forma más fuerte posible
que el desalojo de la propia interioridad es una de las mayores aberraciones
del hombre. Ya en el Camino de Perfección había insistido a sus lectoras: «No
nos imaginemos huecas en lo interior..., que hay otra cosa más preciosa, sin
comparación, dentro de nosotras que lo que vemos de fuera» (28, 10).
De ahí su consigna: no basta conocer el castillo y pararse
ante él. ¡Hay que entrar! Pero ¿cómo?
La puerta del castillo
A esa pregunta Teresa responde con otra afirmación
categórica y sorpresiva: «A cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en
este castillo es la oración y consideración» (n. 7).
Teresa no tiene miedo a desconcertar al lector con esa
rotunda afirmación. Para entrar en su castillo, sólo hay una puerta: la
oración. Leyendo esas palabras, otra mujer de la raza espiritual de Teresa,
Edith Stein, quedó desconcertada en un primer momento. Edith se pregunta: ¿Quiere
decir eso que nosotros los filósofos y psicólogos no llegamos a entrar en el
recinto interior del castillo? Precisamente el psicólogo, que es por
definición el especialista de la psique, ¿no tiene paso libre a lo interior del
alma?
Edith cayó pronto en la cuenta de la profunda visión de
Teresa. Para ella, la interioridad del hombre tiene algo de sagrado. El
castillo está habitado por Dios. Entrar en él es relacionarse con Dios en la
morada interior, ahí donde la persona es persona, y se halla citada por la
otra Persona. Es eso lo que requiere un gesto no profano, sino religioso.
Cometido reservado a la oración. Orar es pasar la puerta del castillo y
comenzar a relacionarse en forma personal con Dios.
¿Quiénes entran en la primera morada?
A lo largo del capítulo, Teresa ha recordado, muy de
pasada, tres singulares tipos bíblicos. Son imágenes polivalentes de quien,
estando fuera del castillo, está invitado a entrar en él. Helas aquí:
– La bíblica mujer de Lot, que se vuelve a mirar las
ciudades malditas y se convierte en estatua de sal (Génesis 19, 26: cap. 1,
6);
– El paralítico de la piscina de Betesda, incapaz de
alzarse para lanzarse al agua, pero que tiene la fortuna de encontrarse con
Jesús que lo cura (Juan 5, 2-8: cap. 1, 8);
– Y el ciego de nacimiento, que de pronto empieza a ver
gracias al encuentro con Jesús (Juan 9, 7: cap. 1, 8).
El segundo tipo evangélico, el paralítico de la piscina,
tiene para Teresa especial fuerza significativa. Porque... «decíame poco ha un
gran letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con
perlesía o tullido, que aunque tiene pies y manos, no los puede mandar: que así
son, que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que
no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí...» (n. 6).
Enfermos, víctimas de cierta atrofia espiritual,
necesitaremos de la gracia de Jesús para echar a andar y pasar esa sutil
barrera que hace de diafragma entre la esfera del sentido y el mundo del
espíritu. O para apartar la mirada de las ciudades nefandas. O para recuperar
la luz de los ojos y comenzar a ver.
Es decir, si quieres entrar en las primeras moradas, camina
sin mirar atrás... Confía en Jesús que te librará de las amarras misteriosas
que te impiden pasar el umbral de ti mismo... Será él, Jesús, quien pondrá luz
en tus ojos para que empieces a ver de otra manera las maravillas de tu propio
castillo y logres encontrarte con Dios dentro de ti.
Notas del texto teresiano
[4]
Engaste o cerca: La Santa irá
desarrollando ocasionalmente la alegoría del castillo, sin precisarla nunca del
todo; aquí, el uso de engaste y cerca simultáneamente, deja entrever a la par
un castillo de orfebrería y un castillo de guerra. – Como elementos
complementarios, irán apareciendo enseguida el cerco y arrabal (n. 6; y M7, c. 4, n. 1), puerta de entrada (n. 7 y M5, c. 1, n. 2; M6, c. 4, nn. 4, 9, 13;
M7, c. 2, n. 3); moradas, aposentos y
piezas, con significado aproximadamente igual (c. 2, n. 8; M2, c. 4, n. 6;
M3, c. 1, n. 8...); la cámara o palacio
del Rey, cielo empíreo de Dios en el centro del castillo (c. 2, nn. 8 y 14;
M6, c. 19, n. 3; y c. 4, n. 8; M7, c. 1, n. 3); y por fin, toda una serie de guardas, alcaides, mayordomos, maestresalas,
amigos y parientes (símbolos de las potencias: M1, c. 1, n. 5; y c. 2, nn.
4 y 15; M2, n. 9), gente que vive en los
aposentos bajos (los sentidos del cuerpo; cf. M1, c. 2, n. 4: M5, c. 2, n.
3); vasallos y criados del alma
(potencias y sentidos indistintamente) (cf. M1, c. 2. n. 12; y M3, c. 1, n. 5);
legiones de demonios (M1, c. 2, nn.
11, 12, 15; M2, c. 3, n. 5); culebras y
víboras (representaciones demoníacas de las cosas del mundo: M2, n. 2; y
M1, c. 2, n. 14); sabandijas ponzoñosas
(cuidados de honra o hacienda o negocios; malos
pensamientos, etc.: M1, c. 1, n. 8; c. 2, nn. 11 y 14; M2, nn. 2, 5, 8; M3,
c. 1, n. 8); bestias y fieras
(apetitos, pasiones, vicios: M1, c. 2, n. 14; M2, n. 9); lagartijillas agudas, que son los pensamientillos de la imaginación (M5, c. 1, n. 5), etc.
[10]
Ronda del castillo: nuevo elemento
del símbolo base. Está tomado del castillo bélico: ronda es «el espacio que hay
entre la parte interior del muro, y las casas de la ciudad o villa». – «Ronda
se toma algunas veces por los soldados que van rondando y asegurándose de lo
que puede haber...» (Cobarruvias). Aquí simboliza el entorno corporal del alma:
la exterioridad.