Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.
MORADAS
PRIMERAS
Capítulo
2
Trata de cuán fea cosa es un alma que está en pecado
mortal y cómo quiso Dios dar a entender algo de esto a una persona. Trata
también algo sobre el propio conocimiento. Es de provecho, porque hay algunos
puntos de notar. Dice cómo se han de entender estas moradas.
1. Antes que pase adelante, os quiero decir que
consideréis qué será ver este castillo tan resplandeciente y hermoso, esta
perla oriental, este árbol de vida que está plantado en las mismas aguas vivas
de la vida, que es Dios, cuando cae en un pecado mortal: no hay tinieblas más
tenebrosas, ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más (1)[1].
No queráis más saber de que, con estarse el mismo sol que le daba tanto
resplandor y hermosura todavía en el centro de su alma (2)[2],
es como si allí no estuviese para participar de él, con ser tan capaz para
gozar de Su Majestad como el cristal para resplandecer en él el sol. Ninguna
cosa le aprovecha; y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando
así en pecado mortal, son de ningún fruto (3)[3]
para alcanzar gloria; porque no procediendo de aquel principio, que es Dios, de
donde nuestra virtud es virtud, y apartándonos de él, no puede ser agradable a
sus ojos; pues, en fin, el intento de quien hace un pecado mortal no es
contentarle, sino hacer placer al demonio, que como es las mismas tinieblas, así
la pobre alma queda hecha una misma tiniebla.
2. Yo sé de una persona (4)[4]
a quien quiso nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba
mortalmente. Dice aquella persona que le parece si lo entendiesen no sería
posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar
por huir de las ocasiones. Y así le dio mucha gana que todos lo entendieran; y
así os la dé a vosotras, hijas, de rogar mucho a Dios por los que están en este
estado, todos hechos una oscuridad, y así son sus obras; porque así como de una
fuente muy clara lo son todos los arroyicos que salen de ella, como es un alma
que está en gracia, que de aquí le viene ser sus obras tan agradables a los
ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esta fuente de vida, adonde
el alma está como un árbol plantado en ella (5)[5],
que la frescura y fruto no tuviera si no le procediere de allí, que esto le
sustenta y hace no secarse y que dé buen fruto; así el alma que por su culpa se
aparta de esta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal
olor, todo lo que corre de ella es la misma desventura y suciedad.
3. Es de considerar aquí que la fuente y aquel sol
resplandeciente que está en el centro del alma no pierde su resplandor y
hermosura que siempre está dentro de ella, y cosa no puede quitar su hermosura.
Mas si sobre un cristal que está al sol se pusiese un paño muy negro, claro
está que, aunque el sol dé en él, no hará su claridad operación en el cristal
(6)[6].
4. ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo!
¡Entendeos y habed lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto
no procuréis quitar esta pez de este cristal? Mirad que, si se os acaba la vida,
jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús, qué es ver a un alma apartada
de ella! ¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan
los sentidos, que es la gente que vive en ellos! Y las potencias, que son los
alcaides y mayordomos y maestresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal gobierno!
En fin, como adonde está plantado el árbol que es el demonio, ¿qué fruto puede
dar?
5. Oí una vez a un hombre espiritual que no se
espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no
hacía. Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay cosa
mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males
eternos para sin fin. Esto es, hijas, de lo que hemos de andar temerosas y lo
que hemos de pedir a Dios en nuestras oraciones; porque, si él no guarda la
ciudad, en vano trabajaremos (7)[7],
pues somos la misma vanidad.
Decía aquella persona (8)[8]
que había sacado dos cosas de la merced que Dios le hizo: la una, un temor
grandísimo de ofenderle, y así siempre le andaba suplicando no la dejase caer, viendo
tan terribles daños; la segunda, un espejo para la humildad, mirando cómo cosa
buena que hagamos no viene su principio de nosotros, sino de esta fuente adonde
está plantado este árbol de nuestras almas, y de este sol que da calor a
nuestras obras. Dice que se le representó esto tan claro, que en haciendo
alguna cosa buena o viéndola hacer, acudía a su principio y entendía cómo sin
esta ayuda no podíamos nada; y de aquí le procedía ir luego a alabar a Dios y, lo
más ordinario, no se acordar de sí en cosa buena que hiciese.
6. No sería tiempo perdido, hermanas, el que gastaseis
en leer esto ni yo en escribirlo, si quedásemos con estas dos cosas, que los
letrados y entendidos muy bien las saben, mas nuestra torpeza de las mujeres
todo lo ha menester; y así por ventura quiere el Señor que vengan a nuestra
noticia semejantes comparaciones. Plega a su bondad nos dé gracia para ello.
7. Son tan oscuras de entender estas cosas
interiores, que a quien tan poco sabe como yo, forzado habrá de decir muchas
cosas superfluas y aun desatinadas para decir alguna que acierte. Es menester
tenga paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo para escribir lo que no sé;
que, cierto algunas veces tomo el papel como una cosa boba, que ni sé qué decir
ni cómo comenzar. Bien entiendo que es cosa importante para vosotras declarar
algunas interiores, como pudiere; porque siempre oímos cuán buena es la oración,
y tenemos de constitución tenerla tantas horas (9)[9],
y no se nos declara más de lo que podemos nosotras; y de cosas que obra el
Señor en un alma declárase poco, digo sobrenatural (10)[10].
Diciéndose y dándose a entender de muchas maneras, sernos ha mucho consuelo
considerar este artificio celestial interior tan poco entendido de los mortales
aunque vayan muchos por él. Y aunque en otras cosas que he escrito (11)[11]
ha dado el Señor algo a entender, entiendo que algunas no las había entendido
como después acá, en especial de las más dificultosas. El trabajo es que para
llegar a ellas –como he dicho– (12)[12]
se habrán de decir muchas muy sabidas porque no puede ser menos para mi rudo
ingenio.
8. Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas
moradas. No habéis de entender estas moradas una en pos de otra, como cosa en
hilada (13)[13], sino
poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el rey, y
considerad como un palmito (14)[14],
que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo
sabroso cercan. Así acá, enrededor de esta pieza están muchas, y encima lo
mismo. Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y
anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que
podremos considerar, y a todas partes de ella se comunica este sol que está en
este palacio.
Esto importa mucho a cualquier alma que tenga
oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas
moradas, arriba y abajo y a los lados, pues Dios la dio tan gran dignidad; no
se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola. ¡Oh que si es en el propio
conocimiento! Que con cuán necesario es esto (miren que me entiendan), aun a
las que las tiene el Señor en la misma morada que él está, que jamás –por
encumbrada que esté– le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera; que la
humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel, que sin esto todo
va perdido. Mas consideremos que [así como] la abeja no deja de salir a volar
para traer flores, así el alma en el propio conocimiento: créame y vuele
algunas veces a considerar la grandeza y majestad de su Dios. Aquí hallará su
bajeza mejor que en sí misma, y más libre de las sabandijas adonde entran en
las primeras piezas, que es el propio conocimiento; que aunque, como digo, es
harta misericordia de Dios que se ejercite en esto, tanto es lo de más como lo
de menos –suelen decir– (15)[15].
Y créanme, que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud (16)[16],
que muy atadas a nuestra tierra.
9. No sé si queda dado bien a entender, porque es
cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiese jamás
relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta
tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad. Y así torno a decir que
es muy bueno y muy rebueno tratar de entrar primero en el aposento adonde se
trata de esto, que volar a los demás; porque éste es el camino, y si podemos ir
por lo seguro y llano, ¿para qué hemos de querer alas para volar? Mas que
busque cómo aprovechar más en esto; y, a mi parecer, jamás nos acabamos de
conocer si no procuramos conocer a Dios. Mirando su grandeza, acudamos a
nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando
su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes (17)[17].
10. Hay dos ganancias de esto: la primera, está
claro que parece una cosa blanca muy más blanca cabe la negra, y al contrario
la negra cabe la blanca; la segunda es, porque nuestro entendimiento y voluntad
se hace más noble y más aparejado para todo bien tratando a vueltas de sí con
Dios; y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente.
Así como decíamos de los que están en pecado mortal, cuán negras y de mal olor
son sus corrientes, así acá (aunque no son como aquéllas, Dios nos libre, que
esto es comparación), metidos siempre en la miseria de nuestra tierra, nunca la
corriente saldrá de cieno de temores, de pusilanimidad y cobardía: de mirar si
me miran, no me miran; si, yendo por este camino, me sucederá mal; si osaré
comenzar aquella obra, si será soberbia; si es bien que una persona tan
miserable trate de cosa tan alta como la oración; si me tendrán por mejor si no
voy por el camino de todos; que no son buenos los extremos, aunque sea en
virtud; que, como soy tan pecadora, será caer de más alto; quizá no iré
adelante y haré daño a los buenos; que una como yo no ha menester
particularidades (18)[18].
11. ¡Oh válgame Dios, hijas, qué de almas debe el
demonio de haber hecho perder mucho por aquí! Que todo esto les parece humildad,
y otras muchas cosas que pudiera decir, y viene de no acabar de entendernos;
tuerce el propio conocimiento y, si nunca salimos de nosotros mismos, no me
espanto que esto y más se puede temer. Por eso digo, hijas, que pongamos los
ojos en Cristo, nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad, y en
sus santos, y ennoblecerse ha el entendimiento –como he dicho– y no hará el
propio conocimiento ratero (19)[19]
y cobarde; que, aunque ésta es la primera morada, es muy rica y de tan gran
precio, que si se descabulle de las sabandijas de ella, no se quedará sin pasar
adelante. Terribles son los ardides y mañas del demonio para que las almas no
se conozcan ni entiendan sus caminos.
12. De estas moradas primeras podré yo dar muy
buenas señas de experiencia. Por eso digo (20)[20]
que no consideren pocas piezas, sino un millón; porque de muchas maneras entran
almas aquí, unas y otras con buena intención. Mas, como el demonio siempre la
tiene tan mala, debe tener en cada una muchas legiones de demonios para
combatir que no pasen de unas a otras y, como la pobre alma no lo entiende, por
mil maneras nos hace trampantojos, lo que no puede tanto a las que están más
cerca de donde está el rey, que aquí, como aún se están embebidas en el mundo y
engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras y pretensiones, no
tienen la fuerza los vasallos del alma (que son los sentidos y potencias) que
Dios les dio de su natural, y fácilmente estas almas son vencidas, aunque anden
con deseos de no ofender a Dios, y hagan buenas obras. Las que se vieren en
este estado han menester acudir a menudo, como pudieren, a Su Majestad, tomar a
su bendita Madre por intercesora, y a sus Santos, para que ellos peleen por
ellas, que sus criados poca fuerza tienen para se defender. A la verdad, en
todos estados es menester que nos venga de Dios. Su Majestad nos la dé por su
misericordia, amén.
13. ¡Qué miserable es la vida en que vivimos! Porque
en otra parte dije mucho del daño que nos hace, hijas, no entender bien esto de
la humildad y propio conocimiento, no os digo más aquí, aunque es lo que más
nos importa y aun plega al Señor haya dicho algo que os aproveche (21)[21].
14. Habéis de notar que en estas moradas primeras
aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey (22)[22];
porque, aunque no están oscurecidas y negras como cuando el alma está en pecado,
está oscurecida en alguna manera para que no la pueda ver –el que está en ella
digo– y no por culpa de la pieza, que no sé darme a entender, sino porque con
tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas emponzoñosas que entraron con
él, no le dejan advertir a la luz. Como si uno entrase en una parte adonde
entra mucho sol y llevase tierra en los ojos, que casi no los pudiese abrir.
Clara está la pieza, mas él no lo goza por el impedimento o cosas de esas
fieras y bestias que le hacen cerrar los ojos para no ver sino a ellas. Así me
parece debe ser un alma que, aunque no está en mal estado, está tan metida en
cosas del mundo y tan empapada en la hacienda u honra o negocios –como tengo
dicho– que, aunque en hecho de verdad se querría ver y gozar de su hermosura, no
le dejan, ni parece que puede descabullirse de tantos impedimentos. Y conviene
mucho, para haber de entrar a las segundas moradas, que procure dar de mano a
las cosas y negocios no necesarios, cada uno conforme a su estado; que es cosa
que le importa tanto para llegar a la morada principal, que si no comienza a
hacer esto, lo tengo por imposible, y aun estar sin mucho peligro en la que
está, aunque haya entrado en el castillo, porque entre cosas tan ponzoñosas, una
vez u otra es imposible dejarle de morder.
15. Pues ¿qué sería, hijas, si a las que ya están
libres de estos tropiezos, como nosotras, y hemos ya entrado muy más dentro a
otras moradas secretas del castillo, si por nuestra culpa tornásemos a salir a
estas barahúndas, como por nuestros pecados debe haber muchas personas, que las
ha hecho Dios mercedes y por su culpa las echan a esta miseria? Acá libres
estamos en lo exterior; en lo interior plega al Señor que lo estemos y nos
libre. Guardaos, hijas mías, de cuidados ajenos. Mirad que en pocas moradas de
este castillo dejan de combatir los demonios. Verdad es que en algunas tienen fuerza
las guardas para pelear –como creo he dicho que son las potencias– (23)[23],
mas es mucho menester no nos descuidar para entender sus ardides y que no nos
engañe, hecho ángel de luz; (24)[24]
que hay una multitud de cosas con que nos puede hacer daño entrando poco a poco,
y hasta haberle hecho no le entendemos.
16. Ya os dije otra vez (25)[25]
que es como una lima sorda, que hemos menester entenderle a los principios.
Quiero decir alguna cosa para dároslo mejor a entender.
Pone en una hermana unos ímpetus de penitencia, que
le parece no tiene descanso sino cuando se está atormentando. Este principio
bueno es; mas si la priora ha mandado que no hagan penitencia sin licencia, y
le hace parecer que en cosa tan buena bien se puede atrever, y escondidamente
se da tal vida que viene a perder la salud y no hacer lo que manda su Regla, ya
veis en qué paró este bien.
Pone a otra un celo de la perfección muy grande.
Esto muy bueno es; mas podría venir de aquí que cualquier faltita de las
hermanas le pareciese una gran quiebra, y un cuidado de mirar si las hacen, y
acudir a la priora; y aun a las veces podría ser no ver las suyas por el gran
celo que tiene de la religión. Como las otras no entienden lo interior y ven el
cuidado, podría ser no lo tomar tan bien.
17. Lo que aquí pretende el demonio no es poco: que
es enfriar la caridad y el amor de unas con otras, que sería gran daño.
Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del
prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos
más perfectas. Toda nuestra Regla y Constituciones no sirven de otra cosa sino
de medios para guardar esto con más perfección. Dejémonos de celos indiscretos,
que nos pueden hacer mucho daño. Cada una se mire a sí.
Porque en otra parte os he dicho harto sobre esto
(26)[26],
no me alargaré.
18. Importa tanto este amor de unas con otras, que
nunca querría que se os olvidase; porque de andar mirando en las otras unas
naderías, que a las veces no será imperfección, sino, como sabemos poco, quizá
lo echaremos a la peor parte, puede el alma perder la paz y aun inquietar la de
las otras: mirad si costaría caro la perfección. También podría el demonio
poner esta tentación con la priora, y sería más peligrosa. Para esto es
menester mucha discreción; porque, si fuesen cosas que van contra la Regla y
Constitución, es menester que no todas veces se eche a buena parte, sino
avisarla, y si no se enmendare, al prelado (27)[27].
Esto es caridad. Y también con las hermanas, si fuese alguna cosa grave; y
dejarlo todo por miedo si es tentación, sería la misma tentación. Mas hase de
advertir mucho (porque no nos engañe el demonio) no lo tratar una con otra, que
de aquí puede sacar el demonio gran ganancia y comenzar costumbre de
murmuración; sino con quien ha de aprovechar, como tengo dicho (28)[28].
Aquí, gloria a Dios, no hay tanto lugar, como se guarda tan continuo silencio;
mas bien es que estemos sobre aviso.
COMENTARIO
«Conócete a ti mismo»: socratismo
teresiano
En el primer capítulo del libro, Teresa ha situado
al lector frente a la fachada de su propio castillo, lo ha convocado a la zona
de la interioridad, le ha ayudado a rebasar esa sutil barrera que media entre
la esfera de los sentidos y la del espíritu. Le ha dicho que la puerta de
entrada en el castillo es la oración. Que entrar en él es iniciar una relación
religiosa consigo mismo y con Dios: orar. Aunque sea pobremente. Que no vuelva
la cabeza atrás como la simbólica mujer de Lot.
Ahora, para redondear el tema de las primeras
moradas, Teresa va a leerle la cartilla al principiante. En el epígrafe mismo
del capítulo segundo le anticipa a grandes trazos el perfil de esta primera
jornada. Tres pinceladas:
– Atención al pecado, que amenaza de ruina el
castillo;
– Ahondar en el propio conocimiento, para cimentarse
en humildad;
– Ahora sí, dilatar la mirada y otear dentro de sí
el vasto paisaje del castillo interior.
El espectro del pecado
El capítulo comienza así: «Antes que pase adelante,
os quiero decir que consideréis qué será ver este castillo tan resplandeciente
y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida que está plantado en las
mismas aguas vivas de la vida, que es Dios, cuando cae en un pecado mortal: no
hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté (él)
mucho más».
Digámoslo enseguida. El místico tiene ojos lúcidos
para el misterio del mal. Una mística tan optimista y clarividente como Teresa
tiene del pecado una visión sombría. La acompaña su conciencia de pecadora:
ella se sabe y se dice pecadora convertida. En el mal del pecado, ella subraya
el aspecto ético: el desorden que introduce en el hombre, en la estructura
interior del castillo. Pero mucho más que ese aspecto ético, le interesa
destacar la dimensión teologal: en el interior del castillo, el pecado mortal
frustra sencillamente la relación del hombre con Dios. Bancarrota del
primordial proyecto de Dios para cada hombre, que consistió en la radical
llamada a la comunión con él.
Regresando al sugestivo lenguaje del símbolo, Teresa
describe así el acontecimiento siniestro del pecado dentro del castillo: es
como si el alma (el hombre) se deshabitase a sí misma, obligada a abandonar el
propio castillo en un gesto de alienación, para vivir en las «adefueras» o en
el foso, acosado de reptiles venenosos. En cambio, a quien el pecado no logra
desalojar del castillo es a Dios. Dios sigue habitándolo. Pero «con estarse el
mismo sol (Dios), que le daba tanto resplandor y hermosura, todavía en el
centro del alma, es como si allí no estuviera para participar de él», y eso a
pesar de «ser tan capaz para gozar de Su Majestad, como el cristal para
resplandecer en el sol» (n. 1).
Seguirá acumulando pinceladas en torno a esa imagen
inicial: «negra pez» sobre el diáfano cristal del castillo (n. 4); «negrísima
agua y de muy mal olor, todo lo que corre de ella es la misma desventura y
suciedad» (n. 2); «la pobre alma queda hecha una misma tiniebla...» (n. 1).
«Yo sé de una persona...»
Una pincelada autobiográfica. Por primera vez hace
acto de presencia esa misteriosa «persona» anónima que acompañará al lector
hasta la morada postrera. La persona con faz cubierta de anonimato es Teresa
misma. Recurrirá al antifaz cada vez que tenga que introducir en la exposición una
franja especial de su autobiografía; sus experiencias fuertes: experiencia
mística de Dios, de la gracia, del misterio del mal.
Esta vez se trata de una experiencia importante. Ya
la ha anunciado en el título del capítulo: «Cómo Dios quiso dar a entender
algo de esto a una persona».
Poner al lector en contacto con esa experiencia
viva, sirve para retomar la teoría que precede. Y para trasvasar a él esa
especie de estremecimiento íntimo que Teresa tuvo cuando se le «mostró cómo
queda un alma cuando peca mortalmente» (n. 2), y que se le repite ahora al
recordarlo. «Dice aquella persona que le parece –si lo entendiesen– no sería
posible ninguno pecar, aunque se pusiese a los mayores trabajos que se pueden
pasar» (n. 2).
Había referido esa experiencia en una brevísima
Relación escrita seis años antes, hacia 1571. Entonces, las dos situaciones
extremas –gracia y pecado– se le habían «mostrado» así: el alma en gracia está
habitada por la Trinidad, «de cuya compañía viene al alma un poder que
enseñorea toda la tierra». Con el pecado, en cambio, el alma queda «sin ningún
poder... como una persona que estuviese del todo atada y liada..., y en gran
oscuridad» (Rel. 24). También entonces, con idéntica carga emotiva: «Hiciéronme
tanta lástima las almas que están así, que cualquier trabajo me parece ligero
para librar una. Pareciome que a entender esto como yo lo vi –que se puede mal
decir– que no era posible ninguno perder tanto bien ni estar en tanto mal».
Teresa recordará y revivirá esa incisiva experiencia
del mal al llegar a la última morada del castillo. Y de nuevo inculcará al
lector esos conceptos e idéntico estremecimiento: «Como dije en la primera
morada que había entendido una persona, estas desventuradas almas están como en
una cárcel oscura... Con razón podemos compadecernos de ellas, y mirar que
algún tiempo nos vimos así, y que también puede el Señor haber misericordia de
ellas» (M7 1, 3).
Tanta insistencia es prueba de que para la Santa no
se trata de algo secundario o marginal. Sino de algo importante para el lector.
Especialmente para el principiante. ¿Por qué?
¿Miedo, o temor del pecado?
Siempre que Teresa toca el tema del mal
–concretamente «el mal del pecado en el hombre»–, siente esa sacudida de
estremecimiento. En el Camino de Perfección no puede comentar la petición «mas
líbranos del mal» sin prorrumpir en un auténtico clamor, tan patético que uno
de los censores le hará arrancar esa página. Lo mismo en las Exclamaciones: al
meditar el verso del salmo «cercáronme dolores de muerte», necesita prorrumpir
en un «oh, oh, oh qué grave cosa es el pecado»... (Excl. 10). Su
estremecimiento más vibrante le ocurre en Vida tras referir la visión del sumo
mal que es el infierno: «Yo quedé tan espantada y aún lo estoy ahora
escribiéndolo, con que hace ya casi seis años, y es así que me parece el calor
natural me falta de temor aquí donde estoy» (Vida 32, 4).
¿Páginas arcaicas? ¿Se trata de una visión anticuada
y pesimista del pecado? ¿Será Teresa un último testigo del cristianismo
medieval y de la dantesca imaginería de la Divina Comedia?
Son interrogantes a flor de labios en el lector de
hoy. Sometido al sistemático rebajamiento del sentido de pecado que aqueja a
los creyentes de nuestra generación, es posible que le resulte inaferrable el
aspecto más subrayado por Teresa: esa su valoración típicamente cristiana del
pecado, su implicación teologal, trinitaria y cristológica, y no sólo por lo
que tiene de desorden ético deshumanizante.
En todo caso, lo cierto es que al introducir al
principiante en la primera jornada de vida espiritual, Teresa ha decidido
encararlo con las dos situaciones límite: por un lado la suma dignidad del
hombre, hermosura del castillo inundado de gracia; de otro lado, la suma fealdad
que el pecado acarrea al castillo: «no hay tinieblas más tenebrosas».
A lo largo del libro tendremos ocasión de comprobar
que en la pedagogía de Teresa hay un filón que ella quiere explotar a fondo: es
el sentido del riesgo, pero del riesgo profundo en la línea de las evangélicas
parábolas de la vigilancia. Que quien pierde el sentido del pecado, pierde ese
sentido del riesgo. Y sin éste, perderá el sentido de la realidad, perderá el
camino, no llegará a las moradas de fondo.
No. No se trata de una siembra de miedo. Sino de un
«grandísimo temor de ofender» al Señor del castillo. «Decía aquella persona que
había sacado dos cosas de la merced que Dios le hizo: la una, un temor
grandísimo de ofenderle, y así siempre le andaba suplicando no la dejase caer...»
(n. 5). Es ese sentido de orientación el que ella quisiera trasvasar desde su
experiencia al ánimo del principiante.
Conócete a ti mismo: «socratismo
teresiano»
Es el tema afrontado en la segunda fracción del
capítulo. «Conocerse a sí mismo» deberá ser la tarea específica de esta
primera morada. Algo así como «lo cotidiano» de la vida que se hace en lo
interior del castillo. No será un quehacer limitado y reservado a ese primer
paso del proceso. Habrá que mantenerlo en activo hasta la última jornada de la
morada séptima: «aun a las (almas) que tiene el Señor en la misma morada en que
él está (el hondón de la séptima), jamás, por encumbrada que esté, le cumple otra
cosa» que ahondar en el propio conocimiento. Porque «la humildad siempre labra,
como la abeja, la miel» (n. 8).
Surge espontáneamente la pregunta: ¿En qué consiste
ese propio conocimiento que Teresa propone como programa al principiante? ¿No
le desvía la atención hacia la vieja consigna pagana de Sócrates «conócete a ti
mismo»?
Sí, es espontánea esa evocación del gran filósofo
griego. Él no sólo había aceptado la consigna pragmática del oráculo de Delfos
–«¡conócete!»– sino que le había dado una versión profunda, cercana al
evangelio de Jesús. A uno de sus discípulos predilectos, el joven Alcibíades,
Sócrates le explica que para conocerse a sí mismo no le basta conocer su
cuerpo, tiene que conocer el alma de Alcibíades. Y no llegará a conocer su
alma, si no conoce esa pequeña centella de divinidad que hay en ella.
Teresa no es discípula de Sócrates. Pero avanza en
esa misma dirección. Sólo que lo hace desde su experiencia interior,
específicamente cristiana. Podríamos resumir su pensamiento en unos pocos
enunciados:
– Lo primero que Teresa propone al principiante es
el símbolo del «castillo interior», para hacerle caer en la cuenta de la
dignidad y hermosura de su alma. No sólo está hecha a imagen de Dios, sino que
es capaz de contenerlo. El principiante no se conocerá a sí mismo si no se sabe
habitado por Dios. El hombre no es sólo una centella de divinidad: es Dios
mismo el que está ahí, en él.
– Pero a la vez, el hombre es capaz del reniego de
sí mismo, capaz de introducir el mal en el castillo, cubrirlo de pez, fealdad y
tiniebla. No se conoce a sí mismo si ignora esta segunda dimensión de su ser:
grandeza y miseria en contrapunto.
– El riesgo fatal que corre es ver sólo ese lado
negro de sí mismo. inexorablemente incurre en él cada vez que el propio
conocimiento se cierra sobre el horizonte de la propia historia,
desconectándola de Dios. Logrará un propio conocimiento «ratero» y envilecedor,
acobardado y frustrante.
– Hay que apuntar más alto: «Poner los ojos en el
centro (del castillo), que es la pieza adonde está el Rey» (n. 8). «Créanme y
vuele a considerar la grandeza de su Dios. Aquí hallará su bajeza mejor que en
sí misma, y más libre de las sabandijas (que) entran en las primeras piezas... Créanme
que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud, que muy atadas a nuestra
tierra» (n. 8). Es decir, el conocimiento de sí mismo que ella propone es un
acto religioso de oración, capaz de abarcar con una sola mirada al propio
castillo y al Dios que lo habita y dignifica. Y eso, porque «jamás nos acabamos
de conocer, si no procuramos conocer a Dios: mirando su grandeza, acudamos a
nuestra bajeza; mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su
humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes» (n. 9).
– La gran ventaja de esta manera de autoconocimiento
a la luz de Dios es «que nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y
más aparejado para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios; y si nunca
salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente» (n. 10).
Es este pequeño manojo de ideas el que ha sido
llamado «socratismo teresiano». Teresa lo consagró en un precioso poema
titulado «búscate en mí», que comienza con el estribillo «alma, buscarte has en
mí / y buscarme has en ti». En el libro de las Moradas volveremos a encontrarlo
más adelante, cuando la Santa nos hable de la suma verdad de Dios y de cómo
«andar en verdad ante él».
Ahora sí, el principiante estará preparado para
ahondar en el símbolo del alma-castillo. No apoque ni coarte el simbolismo. No
piense en un castillo angosto o monótono. «No habéis de entender estas moradas
una en pos de otra, como cosa en hilada (en hilera)... Las cosas del alma
siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza...; que es capaz
de mucho más de lo que podremos considerar» (n. 8). «Que no consideren pocas
piezas (en el castillo), sino un millón» (n. 12).
Es gráfica la última pincelada de ese cuadro de luz:
«Importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la
arrincone ni apriete (al alma misma)» (n. 8).
Consejos al morador de las primeras
moradas
Sentido de la propia dignidad, sentido de Dios y
sentido del pecado han sido las consignas de fondo. A base de ellas comienza a
configurarse la vida nueva de quien, por la puerta de la oración, entra en el
castillo del alma. Ahora, en la parte final del capítulo, la Santa brinda al
principiante una gavilla de consejos prácticos:
– Ante todo, «poner los ojos en Cristo, nuestro
bien» (n. 1). Es un postulado de pedagogía espiritual. Ya al comenzar el Camino
de Perfección, lo había formulado así: «Los ojos en vuestro Esposo: Él os ha
de sustentar» (C 2, 1). Lo repetirá a la altura de la última morada: «Poned los
ojos en el Crucificado, y haráseos todo poco» (M6 4, 8). Es la quintaescencia
de su evangelio. Había sido una de sus experiencias cristológicas primerizas.
La había consignado en el Libro de la Vida. El Señor le dijo «que pusiese los
ojos en lo que él había padecido, y todo se me haría fácil» (V 26, 3). Ahora
ese consejo se convierte en el abecé del principiante. Y «tomar a su bendita
Madre por intercesora» (n. 12). Por una razón muy sencilla no es idílica la
vida en estas primeras moradas. Se impone la lucha. Y quien comienza, aún
«tiene poca fuerza para defenderse». Necesita acudir «a Su Majestad..., a la
Virgen..., a sus santos».
– Ser bien consciente de la situación precaria con
que comienza. Son muchas las almas que entran en el castillo, pero, como aún se
están embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus
honras y pretensiones, no tienen fuerza los vasallos (que son los sentidos y
potencias), y fácilmente estas almas son vencidas, aunque anden con buenos
deseos de no ofender a Dios, y hagan buenas obras» (n. 12).
– Insiste en esa situación de lucha y en la pobreza
de recursos: «Habéis de notar que en estas moradas primeras aún no llega casi
nada la luz que sale del palacio donde está el Rey; porque, aunque no están
oscurecidas y negras como cuando el alma está en pecado, está oscurecida en
alguna manera para que la pueda ver..., porque con tantas malas culebras y
víboras y cosas ponzoñosas que entraron con él, no le dejan advertir a la luz»
(n. 14). Si aspira a penetrar en las moradas segundas, le conviene dejar de
mano «cosas y negocios no necesarios, cada uno según su estado» (n. 14).
– Ha de tener temple y espíritu combativo: «Mirad
que en pocas moradas de este castillo dejan de combatir los demonios» (n. 15).
La travesía no es para espíritus mediocres y flojos. Se requiere centinela
permanente, porque el enemigo se trasfigura «en ángel de luz», para mejor
engañar (n. 15). «Es como una lima sorda», no hay que dejarse sorprender (n.
16).
– Por fin, desde el principio es preciso poner la
mira en el hito ideal del camino y tener ideas claras sobre la santidad, meta
final del castillo: «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es
amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos
mandamientos, seremos más perfectas. Toda nuestra Regla y Constituciones no
sirven de otra cosa sino de medios para guardar esto con más perfección» (n.
17).
Así, la cartilla del principiante. La Santa le ha
propinado unas cuantas verdades que lo inmunicen contra espejismos y falsos
señuelos al dar los primeros pasos en el camino espiritual. Reiteradamente le
ha insinuado el panorama de lucha que le aguarda a la vuelta de las segundas
moradas.
Citas del texto teresiano
[1]
Todo este pasaje está entretejido de alusiones bíblicas: castillo resplandeciente y hermoso, cf. Ap 21, 2 y 10 (textos sobre
la Jerusalén celeste); perla oriental,
cf. Mt 13, 45 (textos sobre la preciosa margarita, o bien los pasajes
apocalípticos correspondientes a la alusión anterior: Ap 22, 1 y ss); tinieblas tenebrosas, cf. la parábola
del banquete (Mt 22, 13; 8, 12).
[10]
Sobrenatural en el léxico teresiano equivale a «místico». Ella misma lo definió
así: «Sobrenatural... llamo yo lo que con industria ni diligencia no se puede
adquirir, aunque mucho se procure, aunque disponerse para ello sí» (Rel 5, 3: escrita
algo más de un año antes, 1576). – La Santa lamenta que haya pocos libros que
expliquen a fondo la oración sobrenatural, es decir, «mística». De ahí su
intencionada orientación hacia temas místicos en el presente libro.
[19]
Lo ha dicho en el n. anterior. – Conocimiento
ratero: Cobarruvias definía así este término: «Ratero: el hombre de bajos
pensamientos, tomada la metáfora de ciertas aves de rapiña que cazan ratones».
– Poco antes, la Santa ha formulado uno de sus lemas preferidos: «Los ojos en
Cristo» (o bien, «los ojos en vuestro Esposo», C 2, 1). Lo repetirá en las
moradas finales: «Poned los ojos en el Crucificado» (M7 4, 8; cf. V 4, 10).