CAPÍTULOS 10 (nn. 8-16) Y 11
8. Está en este lugar una señora, que llaman doña María de Acuña, hermana del conde de Buendía (10)[1]. Fue casada con el Adelantado de Castilla. Muerto él, quedó con un hijo y dos hijas, y harto moza. Comenzó a hacer vida de tanta santidad y a criar sus hijos en tanta virtud, que mereció que el Señor los quisiese para sí. No dije bien, que tres hijas la quedaron: la una fue luego monja; otra no se quiso casar, sino hacía vida con su madre de gran edificación (11)[2]; el hijo de poca edad comenzó a entender lo que era el mundo y a llamarle Dios para entrar en religión, de tal suerte que no bastó nadie a estorbárselo, aunque su madre holgaba tanto de ello, que con nuestro Señor le debía ayudar mucho, aunque no lo mostraba, por los deudos. En fin, cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo; así acaeció aquí, que con detenerle tres años con hartas persuasiones, se entró en la Compañía de Jesús. Díjome un confesor de esta señora, que le había dicho que en su vida había llegado gozo a su corazón como el día que hizo profesión su hijo.