3.2.13

Moradas quintas, Cap. 3


Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.




EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS




           MORADAS QUINTAS
Capítulo 3

Continúa la misma materia. Dice de otra manera de unión que puede alcanzar el alma con el favor de Dios, y lo que importa para esto el amor del prójimo. Es de mucho provecho.

1. Pues tornemos a nuestra palomica (1)[1] y veamos algo de lo que Dios da en este estado. Siempre se entiende que ha de procurar ir adelante en el servicio de nuestro Señor y en el conocimiento propio; que si no hace más de recibir esta merced y, como cosa ya segura, descuidarse en su vida y torcer el camino del cielo, que son los mandamientos, acaecerle ha lo que a la que sale del gusano, que echa la simiente para que produzcan otras y ella queda muerta para siempre. Digo que echa la simiente, porque tengo para mí que quiere Dios que no sea dada en balde una merced tan grande; sino que ya que no se aproveche de ella para sí, aproveche a otros. Porque como queda con estos deseos y virtudes dichas, el tiempo que dura en el bien siempre hace provecho a otras almas y de su calor les pega calor; y aun cuando le tienen ya perdido, acaece quedar con esa gana de que se aprovechen otros, y gusta de dar a entender las mercedes que Dios hace a quien le ama y sirve.


2. Yo he conocido persona que le acaecía así (2)[2], que estando muy perdida gustaba de que se aprovechasen otras con las mercedes que Dios le había hecho y mostrarles el camino de oración a las que no le entendían, e hizo harto provecho, harto. Después le tornó el Señor a dar luz. Verdad es que aún no tenía los efectos que quedan dichos. Mas ¡cuántos debe [de] haber que los llama el Señor al apostolado –como a Judas–, comunicando con ellos, y los llama para hacer reyes –como a Saúl (3)[3]–, y después por su culpa se pierden! De donde sacaremos, hermanas, que para ir mereciendo más y más, y no perdiéndonos como estos, la seguridad que podemos tener es la obediencia y no torcer de la ley de Dios, digo a quien hiciere semejantes mercedes, y aun a todos.

3. Paréceme que queda algo oscura, con cuanto he dicho, esta morada. Pues hay tanta ganancia de entrar en ella, bien será que no parezca quedan sin esperanza a los que el Señor no da cosas tan sobrenaturales; pues la verdadera unión se puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos esforzamos a procurarla con no tener voluntad sino atada con lo que fuere la voluntad de Dios. ¡Oh, qué de ellos habrá que digamos esto y nos parezca que no queremos otra cosa y moriríamos por esta verdad, como creo ya he dicho! (4)[4] Pues yo os digo, y lo diré muchas veces, que cuando lo fuere, que habéis alcanzado esta merced del Señor, y ninguna cosa se os dé de estotra unión regalada que queda dicha, que lo que hay de mayor precio en ella es por proceder de esta que ahora digo y por no poder llegar a lo que queda dicho si no es muy cierta la unión de estar resignada nuestra voluntad en la de Dios (5)[5]. ¡Oh, qué unión esta para desear! Venturosa el alma que la ha alcanzado, que vivirá en esta vida con descanso y en la otra también; porque ninguna cosa de los sucesos de la tierra la afligirá, si no fuere si se ve en algún peligro de perder a Dios o ver si es ofendido; ni enfermedad, ni pobreza, ni muertes, si no fuere de quien ha de hacer falta en la Iglesia de Dios; que ve bien esta alma, que él sabe mejor lo que hace que ella lo que desea.

4. Habéis de notar que hay penas y penas; porque algunas penas hay producidas de presto de la naturaleza, y contentos lo mismo, y aun de caridad de apiadarse de los prójimos, como hizo nuestro Señor cuando resucitó a Lázaro (6)[6]; y no quitan estas el estar unidas con la voluntad de Dios, ni tampoco turban el ánima con una pasión inquieta, desasosegada, que dura mucho. Estas penas pasan de presto; que, como dije (7)[7] de los gozos en la oración, parece que no llegan a lo hondo del alma, sino a estos sentidos y potencias. Andan por estas moradas pasadas, mas no entran en la que está por decir postrera, pues para esto es menester lo que queda dicho (8)[8] de suspensión de potencias, que poderoso es el Señor de enriquecer las almas por muchos caminos y llegarlas a estas moradas y no por el atajo que queda dicho.

5. Mas advertid mucho, hijas, que es necesario que muera el gusano, y más a vuestra costa; porque acullá (9)[9] ayuda mucho para morir el verse en vida tan nueva; acá es menester que, viviendo en esta, le matemos nosotras. Yo os confieso que será a mucho o más trabajo, mas su precio se tiene; así será mayor el galardón si salís con victoria. Mas de ser posible no hay que dudar como lo sea la unión verdaderamente con la voluntad de Dios (10)[10].

Esta es la unión que toda mi vida he deseado; esta es la que pido siempre a nuestro Señor y la que está más clara y segura.

6. Mas ¡ay de nosotros, qué pocos debemos de llegar a ella, aunque a quien se guarda de ofender al Señor y ha entrado en religión le parezca que todo lo tiene hecho! ¡Oh!, que quedan unos gusanos que no se dan a entender, hasta que, como el que royó la yedra a Jonás (11)[11], nos han roído las virtudes, con un amor propio, una propia estimación, un juzgar los prójimos, aunque sea en pocas cosas, una falta de caridad con ellos, no los queriendo como a nosotros mismos; que, aunque arrastrando cumplimos con la obligación para no ser pecado, no llegamos con mucho a lo que ha de ser para estar del todo unidas con la voluntad de Dios.

7. ¿Qué pensáis, hijas, que es su voluntad? Que seamos del todo perfectas; que para ser unos con él y con el Padre, como Su Majestad le pidió (12)[12], mirad qué nos falta para llegar a esto. Yo os digo que lo estoy escribiendo con harta pena de verme tan lejos, y todo por mi culpa; que no ha menester el Señor hacernos grandes regalos para esto; basta lo que nos ha dado en darnos a su Hijo que nos enseñase el camino. No penséis que está la cosa en si se muere mi padre o hermano, conformarme tanto con la voluntad de Dios que no lo sienta; y si hay trabajos y enfermedades, sufrirlos con contento. Bueno es, y a las veces consiste en discreción, porque no podemos más, y hacemos de la necesidad virtud. Cuántas cosas de estas hacían los filósofos, o aunque no sea de estas, de otras, de tener mucho saber. Acá solas estas dos que nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar (13)[13]. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con él. Mas ¡qué lejos estamos de hacer, como debemos a tan gran Dios, estas dos cosas, como tengo dicho! Plega a Su Majestad nos dé gracia para que merezcamos llegar a este estado, que en nuestra mano está, si queremos.

8. La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo, sí (14)[14]. Y estad ciertas que mientras más en este os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras. En esto yo no puedo dudar.

9. Impórtanos mucho andar con gran advertencia cómo andamos en esto, que si es con mucha perfección, todo lo tenemos hecho; porque creo yo que según es malo nuestro natural, que si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el del prójimo. Pues tanto nos importa esto, hermanas, procuremos irnos entendiendo en cosas aun menudas, y no haciendo caso de unas muy grandes que así por junto vienen en la oración de parecer que haremos y aconteceremos por los prójimos y por sola un alma que se salve; porque si no vienen después conformes las obras no hay para qué creer que lo haremos. Así digo de la humildad también y de todas las virtudes. Son grandes los ardides del demonio, que por hacernos entender que tenemos una, no la teniendo, dará mil vueltas al infierno. Y tiene razón, porque es muy dañoso, que nunca estas virtudes fingidas vienen sin alguna vanagloria como son de tal raíz; así como las que da Dios están libres de ella ni de soberbia.

10. Yo gusto algunas veces de ver unas almas, que cuando están en oración les parece querrían ser abatidas y públicamente afrentadas por Dios, y después una falta pequeña encubrirían si pudiesen, o que si no la han hecho y se la cargan, Dios nos libre. Pues mírese mucho quien esto no sufre, para no hacer caso de lo que a solas determinó, a su parecer; que en hecho de verdad no fue determinación de la voluntad, que cuando esta hay verdadera es otra cosa; sino alguna imaginación, que en esta hace el demonio sus saltos y engaños (15)[15]; y a mujeres o gente sin letras, podrá hacer muchos, porque no sabemos entender las diferencias de potencias e imaginación y otras mil cosas que hay interiores. ¡Oh hermanas, cómo se ve claro adónde está de veras el amor del prójimo en algunas de vosotras, y en las que no está con esta perfección! Si entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio (16)[16].

11. Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello. Esta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona te alegres más mucho que si te loasen a ti. Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes tendrá pena de verse loar. Mas esta alegría de que se entiendan las virtudes de las hermanas es gran cosa, y cuando viéremos alguna falta en alguna, sentirla como si fuera en nosotras y encubrirla.

12. Mucho he dicho en otras partes (17)[17] de esto, porque veo, hermanas, que si hubiese en ello quiebra vamos perdidas. Plega al Señor nunca la haya, que como esto sea, yo os digo que no dejéis de alcanzar de Su Majestad la unión que queda dicha. Cuando os viéreis faltas en esto, aunque tengáis devoción y regalos, que os parezca habéis llegado ahí, y alguna suspensioncilla en la oración de quietud (que algunas luego les parecerá que está todo hecho), creedme que no habéis llegado a unión, y pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor del prójimo, y dejad hacer a Su Majestad, que él os dará más que sepáis desear como vosotras os esforcéis y procuréis en todo lo que pudiereis esto; y forzar vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas, aunque perdáis de vuestro derecho, y olvidar vuestro bien por el suyo, aunque más contradicción os haga el natural; y procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho. Mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte la murió tan penosa como muerte de cruz.


COMENTARIO

El amor fraterno. Esperanza para las flores

Teresa ha llegado al capítulo tercero de las moradas quintas. «Continúa la misma materia» –escribe ella en el epígrafe del capítulo–. Es decir, prosigue el delicado tema de «la unión con Dios por amor». Y lo borda, reanudando la alegoría del gusano de seda ya convertido en mariposa. Comienza: «Pues tornemos a nuestra palomica, y veamos algo de lo que Dios (le) da en este estado...».

Palomica, en el léxico popular utilizado por Teresa, es la mariposa recién salida del capullo. Y este estado es la internada en las moradas quintas del castillo. Ahora a la mariposa de la alegoría le toca ir volando de flor en flor y «echar la simiente para que nazcan otras» (n. 1). Porque comienza a ser fecunda y benéfica.

Hay un cuento mejicano que glosa, a su modo, este momento de la alegoría de Teresa. Se titula «Esperanza para las flores». Y cuenta la historia de una pareja de oruguitas –Peluso él, Manchitas ella–, que un buen día descubren su vocación de ser otra cosa más y mejor; deciden no seguir siendo gusanos, se transforman en mariposas, van volando de flor en flor y, casi sin apercibirse, fecundan el cáliz de todas las flores del jardín: ser mariposa se ha convertido en «esperanza para las flores».

Por ahí comienza Teresa su exposición. Al llegar a la altura de las moradas quintas, el morador del castillo –que como veremos puede ser cualquier cristiano– comienza a «ser para los otros»; ya no le basta «recibir» e incorporar en su haber los dones de Dios; los tiene que irradiar.

Y desde ese presupuesto, aparentemente teórico, Teresa no puede menos de evocar su propia historia: «Yo he conocido una persona que le acaecía así...». Esa persona es ella. Le ha acaecido hace muchos años, cuando era joven. Por una especie de atajo y fidelidad a ultranza, había llegado a entrar en esa morada de su castillo. (Lo refiere en Vida cc. 4 y 7). Pero ¡ay!, la suya fue una fidelidad quebradiza. La vivió en una especie de paradoja: mientras ella misma perdía cota, incluso perdía el rumbo, seguía irradiando y empeñándose en ser un elevador de los otros: «Estando muy perdida, gustaba (yo) de que se aprovechasen otros con las mercedes que el Señor me había hecho, y mostrarles el camino de la oración a las que no entendían, e hizo harto provecho, harto» (n. 2). Así, el idilio de la mariposa se tiñe de tonos agridulces.

Al lector le resulta algo paradójico este planteamiento que del tema hace la autora. Paradójico en la apariencia, pero no en la realidad. Atemos cabos. Son tres los hilos del discurso de Teresa. Va a hablarle al lector de una etapa de crecimiento espiritual que lo introduzca en la madurez de creyente adulto. Ese grado de madurez va a poner de relieve la importancia de su relación con los otros –«de amor al prójimo»–, dirá ella. Pero con una pincelada en contraluz: que viva alerta; que para él la vida sigue siendo lucha y riesgo; que las consignas evangélicas de la vigilancia siguen pautando una ineludible dimensión de la vida cristiana. De ahí el regreso de Teresa sobre el realismo de la propia historia (ella no se mantuvo alerta en la noche), y la evocación de los tipos bíblicos del riesgo que sufrieron una especie de vértigo en la altura: Judas y Saúl. Teresa los recordará insistentemente en el libro, porque «el riesgo» acompañará al lector hasta la última morada, y será urgente recordárselo.

Así planteado el tema, ahora a Teresa le importa hablar de esa nueva situación del creyente; de su posibilidad de unión a Dios por amor. O más exactamente, unión a Dios por amor a los hermanos. Veámoslo.

Una propuesta para nosotros, modestos lectores de a pie

Ya en el título del capítulo, Teresa ha anunciado que tratará «de otra manera de unión».

Recordemos que «unión» es vocablo portante, denso de sentido en la pluma de los místicos. Baste recordar la carga de mensaje espiritual que en esa voz deposita fray Juan de la Cruz.

También Teresa es mística. Como tal, posee una visión profunda de la vida cristiana. El seguimiento de Cristo, según ella, tiene su desenlace normal y terminal en una profunda y misteriosa unión con él. «Metamorfosis» radical –nos explicó Teresa en el capítulo anterior–. Efecto de gracias místicas como las que ella ha recibido. Las ha celebrado en su poema «Ya toda me entregué y di, y de tal suerte he trocado...».

Pero ahora, de pronto, advierte que esa suprema experiencia de la unión, tal como se realiza en los místicos, puede parecer un hito excepcional e inasequible al cristiano común y corriente, o al creyente de a pie no dotado de gracias y experiencias místicas. Y no es así. A ella le urge decirle que también él y cualquier cristiano fiel a su vocación están llamados a vivir esa especie de simbiosis de lo humano con lo divino en la unión del hombre con Dios. Se lo explica en tres o cuatro afirmaciones la mar de sencillas.

La primera: que el cristiano llega a «la unión» cuando desde lo hondo de su voluntad «se conforma con la voluntad de Dios», es decir, entra en empatía real con la voluntad salvífica de él. Ocurrirá eso cuando sea capaz de decir, no solo con los labios sino con la vida y los hechos, el «hágase tu voluntad». Ya en el Camino de Perfección había insistido en ello al glosar esa petición del Padrenuestro: lema central y decisivo para que el cristiano se asemeje a Jesús, que siempre hizo la voluntad del Padre.

Segunda: Bien entendido, esa conformidad de voluntad no es un puro y seco acto volitivo ni una receta mágica. Al contrario, es la actuación del amor. Amor a Dios y amor a los hermanos; pero amor con el normal latido del amor humano: sensible y operativo. Teresa nos lo explica reposadamente. La conformidad con la voluntad de Dios no cancela el flujo de vibraciones –entre acordes y discordes– del corazón humano. La conformidad cristiana no consiste en eso que los antiguos llamaron «apázeia» o «ataraxía»: impasibilidad ante las muertes, las desgracias, los desgarros y traumas íntimos difíciles de asimilar. Esa impasibilidad –insinúa Teresa– pudo ser cosa de filósofos... (¿alusión a los estoicos paganos?). Al cristiano seguirán doliéndole tantos acontecimientos adversos de la vida, permitidos o dispuestos por la misteriosa y a veces incomprensible voluntad de Dios. Pero a través de ellos deberá lograr la sumisión del corazón por amor. Corazón macerado, pero anclado en el amor y regido por él.

Tercera: Para la unión se requiere «amor de Dios y de los hermanos», porque el amor es unitivo (en la misma medida en que el odio es repulsivo y disgregante). Pero a cada uno de esos dos amores le corresponde su papel en el proceso de unión: el amor a los hermanos hace de parámetro: «La más cierta señal que hay si guardamos estas dos cosas es guardando bien la del amor del prójimo» (n. 8). Por él conocemos si es verdad o es puro espejismo eso de la unión. Y al amor de Dios (amor a Dios) le corresponde la función de raíz. Para Teresa, en Dios está la fuente del amor humano. («Todos los demás amores dependen de este amor», había escrito ella en Vida 40, 4): «Creo yo que, según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el amor del prójimo» (n. 9).

Cuarta: Y ahora sí, Teresa hace un balance entre esta «manera de unión» que ella augura a todo lector, y la otra, la maravillosa unión otorgada a los místicos y de la que ha hablado en los anteriores capítulos de estas moradas quintas. Todo el valor de esta segunda proviene de la primera. Se lo inculca al lector: «Pues yo os digo, y lo diré muchas veces, que cuando lo fuere (cuando fuere auténtico el amor a los hermanos), habéis alcanzado esta merced del Señor (=1a unión verdadera), y ninguna cosa se os dé de esotra unión regalada que queda dicha, que lo que hay de mayor precio en ella es por proceder de esta que ahora digo...» (n. 3). «Esta es la unión que toda mi vida he deseado; esta es la que pido siempre a nuestro Señor, y la que está más clara y segura» (n. 5). Es decir, lo que ella ha anhelado toda su vida es amar a Dios en el amor a los hermanos, para hacer así la voluntad de él.

En el fondo –confesémoslo– resulta sorprendente y confortante escuchar un programa tan humano y tan realista en labios de una mística como Teresa de Jesús.

El lado práctico de esa lección de Teresa

Una cosa que siempre ha preocupado a Teresa ha sido la necesidad de discernir, en el plano espiritual, la moneda falsa de la moneda auténtica. Para ella es tan importante «andar en verdad». Y a la vez es tan pernicioso creerse lo que no se es: «Creer que tenemos una virtud, no la teniendo» (n. 9). «Son grandes los ardides del demonio» por hacernos caer en esa trampa.

Pues la trampa es más grave aun en el caso del amor. Confundir el amor con el sentimiento. Ya en páginas anteriores, la autora había puesto en guardia al lector: «Quizás no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho, porque (el amor) no está en el mayor gusto sino en la mayor determinación» (4M 1, 7).

El gran espejismo que, a esta altura, puede ocurrirle al lector es pensar que tiene verdadero amor a Dios, sin mojarse las manos a fondo en el amor a los hermanos. Es cosa que fácilmente puede ocurrirle al llamado «hombre espiritual» o al especialmente entregado a la oración. Y si le ocurre, es como si contrajese un morbo que automáticamente lo vuelve «espiritualoide» y «falso orante». Teresa, mujer espiritual y alma de oración, conoce casos así, incluso los ha observado y sopesado. Ironiza sobre ellos:

«Yo gusto algunas veces de ver unas almas que, cuando están en oración, les parece querrían ser abatidas y públicamente afrentadas por Dios, y después una falta pequeña encubrirían si pudiesen, o que si no lo han hecho y se la cargan, Dios nos libre... Oh hermanas, ¡cómo se ve claro adónde está de veras el amor del prójimo en algunas de vosotras, y en las que no está con esta perfección! Si entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio» (n. 10).

Y a continuación escribe una de las páginas más hermosas de su libro, para refrendar lo dicho: que el amor no es sentimiento ni emoción; que no hay ámor sin obras; que, como había explicado en el capítulo séptimo del Camino, el amor verdadero es oblativo, sacrificado, realista, en profunda simbiosis con el amigo o con el Amado. Transcribamos esa página final del capítulo:

«Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no: obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester lo ayunes porque ella lo coma...: esta es la verdadera unión con su voluntad...» (n. 11).

Y como ocurre siempre que Teresa imparte un consejo práctico, lo redondea con el elevador cristológico: así fue Jesús, así el amor que él nos tuvo: «Forzar vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas...; procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo... Mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte la murió tan penosa como muerte de cruz» (n. 12).

Notas del texto teresiano:

            [1] Palomica: mariposa o «mariposica» (5M 4, 1) en que se ha metamorfoseado la crisálida del capítulo anterior. – La alegoría del gusano de seda llega quizá a prevalecer sobre la del «castillo» en los capítulos que siguen: casi todos comienzan con la típica alusión a la palomica o mariposica (cf. c. 4, n. 1; 6M 2, 1; 4, 1; 6, 1; 11, 1 («la palomilla o mariposilla»): 3M 1 («ahora pues decimos que esta mariposica ya murió»).
            [2] Ella misma; cf. V c. 7, n. 10.
            [3] El desenlace dramático de las dos figuras bíblicas, Judas y Saúl, será recordado otras veces en el Castillo (6M 7, 10; 9, 15).
            [4] En el c. 2, nn. 6-7.
            [5] Para entender rectamente este pasaje, téngase en cuenta las dos «maneras de unión» que la Santa distingue: «unión regalada» (gozosa, infusa) de que habló en los capítulos anteriores, y «unión no regalada» (no infusa, que podemos «muy bien alcanzar... si nos esforzamos a aprocurarla»): de esta última trata el presente capítulo. El sentido, pues, es: si lográis conformar de verdad vuestra voluntad con la de Dios (= unión no regalada), ninguna cosa se os dé de esotra unión (= regalada) que queda dicha (en cc. 1-2); lo que hay de mayor precio en ella (= en la unión regalada) es por proceder de esta (= de la unión no regalada); y por no poder llegar a aquella sin esta. – Fray Luis omitió parte de este pasaje (p. 110).
            [6] Jn 11, 35.
            [7] En el c. 1, n. 6 (cf. 4M c. 1, nn. 4-5; y c. 2, nn. 3-5). – Lo que aquí llama gozos equivale a los contentos de las 4M. En este mismo número los ha llamado con este segundo vocablo. En las 5M c. 1, n. 6 los llamó «gozos», «deleites», «contentos».
            [8] En el c. 1, nn. 3-4.
            [9] Acullá: en la unión regalada u oración infusa (cf. n. 3); acá: en la unión no regalada, de pura conformidad de voluntades. – Ayuda para morir: para morir a sí mismo: téngase presente el símbolo del gusano de seda (c. 2, n. 7).
            [10] El sentido es: que sea posible esta muerte («matarnos nosotras») no hay que dudar, con tal que la unión (= conformidad con la voluntad de Dios) sea verdadera.
            [11] Jonás 4, 6-7.
            [12] Jn 17, 22; Mt 5, 48.
            [13] Alusión al doble precepto del amor: Mc 12, 31.
            [14] Cf. 1Jn 4, 20.
            [15] Saltos y engaños: asaltos y asechanzas (cf. 5M 4, 10).
            [16] Estudio: interés, deseo (cf. 3M 2, 12).

Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)