20.4.13

Moradas sextas, cap. 9


Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS

MORADAS SEXTAS

Capítulo 9

Trata de cómo se comunica el Señor al alma por visión imaginaria, y avisa mucho se guarden de desear (1)[1] ir por este camino. Da para ello razones. Es de mucho provecho.

1. Ahora vengamos a las visiones imaginarias, que dicen que son adonde puede meterse el demonio más que en las dichas (2)[2], y así debe de ser; mas cuando son de nuestro Señor, en alguna manera me parecen más provechosas, porque son más conformes a nuestro natural; salvo de las que el Señor da a entender en la postrera morada, que a estas no llegan ningunas.

2. Pues miremos ahora como os he dicho en el capítulo pasado (3)[3] que está este Señor, que es como si en una pieza de oro tuviésemos una piedra preciosa de grandísimo valor y virtudes; sabemos certísimo que está allí, aunque nunca la hemos visto; mas las virtudes de la piedra no nos dejan de aprovechar, si la traemos con nosotras. Aunque nunca la hemos visto, no por eso la dejamos de preciar, porque por experiencia hemos visto que nos ha sanado de algunas enfermedades, para que es apropiada (4)[4]; mas no la osamos mirar, ni abrir el relicario, ni podemos, porque la manera de abrirle solo la sabe cuya es la joya, y aunque nos la prestó para que nos aprovechásemos de ella, él se quedó con la llave y, como cosa suya, abrirá cuando nos la quisiere mostrar, y aun la tomará cuando le parezca, como lo hace.

3. Pues digamos ahora que quiere alguna vez abrirla de presto, por hacer bien a quien la ha prestado: claro está que le será después muy mayor contento cuando se acuerde del admirable resplandor de la piedra, y así quedará más esculpida en su memoria. Pues así acaece acá: cuando nuestro Señor es servido de regalar más a esta alma, muéstrale claramente su sacratísima Humanidad de la manera que quiere, o como andaba en el mundo, o después de resucitado; y aunque es con tanta presteza que lo podríamos comparar a la de un relámpago, queda tan esculpido en la imaginación esta imagen gloriosísima, que tengo por imposible quitarse de ella hasta que la vea adonde para sin fin la pueda gozar (5)[5].

4. Aunque digo imagen, entiéndese que no es pintada al parecer de quien la ve, sino verdaderamente viva (6)[6], y algunas veces se está hablando con el alma y aun mostrándole grandes secretos. Mas habéis de entender que aunque en esto se detenga algún espacio, no se puede estar mirando más que estar mirando al sol, y así esta vista siempre pasa muy de presto; y no porque su resplandor de pena, como el del sol, a la vista interior (7)[7], que es la que ve todo esto –que cuando es con la vista exterior no sabré decir de ello ninguna cosa, porque esta persona que he dicho, de quien tan particularmente yo puedo hablar, no había pasado por ello (8)[8]; y de lo que no hay experiencia, mal se puede dar razón cierta–, porque su resplandor es como una luz infusa y de un sol cubierto de una cosa tan delgada como un diamante, si se puede labrar; como una holanda parece la vestidura, y casi todas las veces que Dios hace esta merced al alma, se queda en arrobamiento, que no puede su bajeza sufrir tan espantosa vista.

5. Digo espantosa, porque con ser la más hermosa y de mayor deleite que podría una persona imaginar, aunque viviese mil años y trabajase en pensarlo (porque va muy adelante de cuanto cabe en nuestra imaginación ni entendimiento), es su presencia de tan grandísima majestad, que hace gran espanto al alma. A osadas que no es menester aquí preguntar cómo sabe quién es sin que se lo hayan dicho, que se da bien a conocer que es Señor del cielo y de la tierra; lo que no harán los reyes de ella, que por sí mismos bien en poco se tendrán, si no va junto con él su acompañamiento, o lo dicen.

6. ¡Oh Señor, cómo os desconocemos los cristianos! ¿Qué será aquel día cuando nos vengáis a juzgar, pues viniendo aquí tan de amistad a tratar con vuestra esposa, pone miraros tanto temor? ¡Oh hijas! ¿y qué será cuando con tan rigurosa voz dijere: Id malditos de mi Padre? (9)[9].

7. Quédenos ahora esto en la memoria de esta merced que hace Dios al alma, que no nos será poco bien, pues san Jerónimo, con ser santo, no la apartaba de la suya, y así no se nos hará nada cuanto aquí padeciéremos en el rigor de la religión que guardamos, pues cuando mucho durare, es un momento, comparado con aquella eternidad. Yo os digo de verdad que, con cuan ruin soy, nunca he tenido miedo de los tormentos del infierno, que fuese nada en comparación de cuando me acordaba que habían los condenados de ver airados estos ojos tan hermosos y mansos y benignos del Señor, que no parece lo podía sufrir mi corazón: esto ha sido toda mi vida. ¡Cuánto más lo temerá la persona a quien así se le ha representado, pues es tanto el sentimiento, que la deja sin sentir! Esta debe ser la causa de quedar con suspensión; que ayuda el Señor a su flaqueza con que se junte con su grandeza en esta tan subida comunicación con Dios.

8. Cuando pudiere el alma estar con mucho espacio (10)[10] mirando este Señor, yo no creo que será visión, sino alguna vehemente consideración, fabricada en la imaginación alguna figura; será como cosa muerta en estotra comparación.

9. Acaece a algunas personas (y sé que es verdad, que lo han tratado conmigo, y no tres o cuatro, sino muchas) ser de tan flaca imaginación, o el entendimiento tan eficaz, o no sé qué es, que se embeben de manera en la imaginación, que todo lo que piensan claramente les parece que lo ven; aunque si hubiesen visto la verdadera visión, entenderían, muy sin quedarles duda, el engaño; porque van ellas mismas componiendo lo que ven con su imaginación, y no hace después ningún efecto, sino que se quedan frías, mucho más que si viesen una imagen devota. Es cosa muy entendida no ser para hacer caso de ello, y así se olvida mucho más que cosa soñada.

10. En lo que tratamos no es así, sino que estando el alma muy lejos de que ha de ver cosa, ni pasarle por pensamiento, de presto se le representa muy por junto y revuelve todas las potencias y sentidos con un gran temor y alboroto, para ponerlas luego en aquella dichosa paz. Así como cuando fue derrocado San Pablo, vino aquella tempestad y alboroto en el cielo (11)[11], así acá en este mundo interior se hace gran movimiento, y en un punto –como he dicho– (12)[12] queda todo sosegado, y esta alma tan enseñada de unas tan grandes verdades, que no ha menester otro maestro; que la verdadera sabiduría sin trabajo suyo la ha quitado la torpeza, y dura con una certidumbre el alma de que esta merced es de Dios, algún espacio de tiempo, que aunque más le dijesen lo contrario, entonces no la podrían poner temor de que puede haber engaño. Después, poniéndosele el confesor, la deja Dios para que ande vacilando en que por sus pecados sería posible; mas no creyendo, sino –como he dicho (13)[13] en estotras cosas– a manera de tentaciones en cosas de la fe, que puede el demonio alborotar, mas no dejar el alma de estar firme en ella; antes mientras más la combate, más queda con certidumbre de que el demonio no la podría dejar con tantos bienes, como ello es así, que no puede tanto en lo interior del alma; podrá él representarlo, mas no con esta verdad y majestad y operaciones.

11. Como los confesores no pueden ver esto ni, por ventura, a quien Dios hace esta merced, sabérselo decir, temen y con mucha razón. Y así es menester ir con aviso, hasta aguardar tiempo del fruto que hacen estas apariciones, e ir poco a poco mirando la humildad con que dejan al alma y la fortaleza en la virtud; que si es de demonio, presto dará señal y le cogerán en mil mentiras. Si el confesor tiene experiencia y ha pasado por estas cosas, poco tiempo ha menester para entenderlo, que luego en la relación verá si es Dios, o imaginación, o demonio, en especial si le ha dado Su Majestad don de conocer espíritus, que si este tiene y letras, aunque no tenga experiencia, lo conocerá muy bien.

12. Lo que es mucho menester, hermanas, es que andéis con gran llaneza y verdad con el confesor, no digo en decir los pecados, que eso claro está, sino en contar la oración; porque si no hay esto, no aseguro que vais bien, ni que es Dios el que os enseña; que es muy amigo que al que está en su lugar se trate con la verdad y claridad que consigo mismo, deseando entienda todos sus pensamientos, cuánto más las obras, por pequeñas que sean. Y con esto no andéis turbadas ni inquietas, que aunque no fuese de Dios, si tenéis humildad y buena conciencia no os dañará; que sabe Su Majestad sacar de los males bienes, y que por el camino que el demonio os quería hacer perder, ganaréis más. Pensando que os hace tan grandes mercedes, os esforzaréis a contentarle mejor y andar siempre ocupada en la memoria su figura, que como decía un gran letrado (14)[14], que el demonio es gran pintor, y si le mostrase muy al vivo una imagen del Señor, que no le pesaría, para con ella avivar la devoción y hacer al demonio guerra con sus mismas maldades; que aunque un pintor sea muy malo, no por eso se ha de dejar de reverenciar la imagen que hace, si es de todo nuestro Bien.

13. Parecíale muy mal lo que algunos aconsejan, que den higas cuando así viesen alguna visión (15)[15]; porque decía que adondequiera que veamos pintado a nuestro Rey, le hemos de reverenciar; y veo que tiene razón, porque aun acá se sentiría: si supiese una persona que quiere bien a otra que hacía semejantes vituperios a su retrato, no gustaría de ello. Pues ¿cuánto más es razón que siempre se tenga respeto adonde viéremos un crucifijo o cualquier retrato de nuestro Emperador? Aunque he escrito en otra parte esto (16)[16], me holgué de ponerlo aquí, porque vi que una persona anduvo afligida, que la mandaban tomar este remedio. No sé quién le inventó tan para atormentar a quien no pudiere hacer menos de obedecer, si el confesor le da este consejo, pareciéndole va perdida si no lo hace, y el mío es que, aunque os le dé, le digáis esta razón con humildad y no le toméis. En extremo me cuadró mucho las buenas (17)[17] que me dio quien me lo dijo en este caso.

14. Una gran ganancia saca el alma de esta merced del Señor, que es, cuando piensa en él o en su vida y Pasión, acordarse de su mansísimo y hermoso rostro, que es grandísimo consuelo, como acá nos le daría mayor haber visto a una persona que nos hace mucho bien que si nunca la hubiésemos conocido. Yo os digo que hace harto consuelo y provecho tan sabrosa memoria.

Otros bienes trae consigo hartos, mas como queda dicho tanto de los efectos que hacen estas cosas y se ha de decir más, no me quiero cansar ni cansaros, sino avisaros mucho que cuando sabéis u oís que Dios hace estas mercedes a las almas, jamás le supliquéis ni deseéis que os lleve por este camino [15]; aunque os parezca muy bueno y se ha de tener en mucho y reverenciar, no conviene por algunas razones: la primera, porque es falta de humildad querer vos se os dé lo que nunca habéis merecido, y así creo que no tendrá mucha quien lo deseare; porque así como un bajo labrador está lejos de desear ser rey, pareciéndole imposible, porque no lo merece, así lo está el humilde de cosas semejantes; y creo yo que nunca se darán, porque primero da el Señor un gran conocimiento propio que hace estas mercedes. Pues ¿cómo entenderá con verdad que se la hace muy grande en no tenerla en el infierno, quien tiene tales pensamientos?

La segunda, porque está muy cierto ser engañado, o muy a peligro, porque no ha menester el demonio más de ver una puerta pequeña abierta para hacernos mil trampantojos. La tercera, la misma imaginación, cuando hay un gran deseo, y la misma persona se hace entender que ve aquello que desea, y lo oye, como los que andan con gana de una cosa entre día y mucho pensando en ella, que acaece venirla a soñar. La cuarta, es muy gran atrevimiento que quiera yo escoger camino no sabiendo el que me conviene más, sino dejar al Señor, que me conoce, que me lleve por el que conviene, para que en todo haga su voluntad. La quinta, ¿pensáis que son pocos los trabajos que padecen los que el Señor hace estas mercedes? No, sino grandísimos y de muchas maneras. ¿Qué sabéis vos si seríais para sufrirlos? La sexta, si por lo mismo que pensáis ganar, perderéis, como hizo Saúl por ser rey (18)[18].

16. En fin, hermanas, sin estas hay otras (19)[19]; y creedme que es lo más seguro no querer sino lo que quiere Dios, que nos conoce más que nosotros mismos y nos ama. Pongámonos en sus manos, para que sea hecha su voluntad en nosotras, y no podemos errar si con determinada voluntad nos estamos siempre en esto. Y habéis de advertir, que por recibir muchas mercedes de estas no se merece más gloria, porque antes quedan más obligadas a servir, pues es recibir más. En lo que es más merecer, no nos lo quita el Señor, pues está en nuestra mano; y así hay muchas personas santas que jamás supieron qué cosa es recibir una de aquestas mercedes; y otras que las reciben, que no lo son. Y no penséis que es continuo, antes por una vez que las hace el Señor son muy muchos los trabajos; y así el alma no se acuerda si las ha de recibir más, sino cómo las servir.

17. Verdad es que debe ser grandísima ayuda para tener las virtudes en más subida perfección; mas el que las tuviere con haberlas ganado a costa de su trabajo, mucho más merecerá. Yo sé de una persona, a quien el Señor había hecho algunas de estas mercedes –y aun de dos, la una era hombre– (20)[20], que estaban tan deseosas de servir a Su Majestad a su costa, sin estos grandes regalos, y tan ansiosas por padecer, que se quejaban a nuestro Señor porque se los daba, y si pudieran no recibirlos, lo excusaran. Digo regalos, no de estas visiones, que, en fin, ven la gran ganancia y son mucho de estimar, sino los que da el Señor en la contemplación.

18. Verdad es que también son estos deseos sobrenaturales, a mi parecer, y de almas muy enamoradas, que querrían viese el Señor que no le sirven por sueldo; y así –como he dicho– (21)[21] jamás se les acuerda que han de recibir gloria por cosa, para esforzarse más por eso a servir, sino de contentar al Amor, que es su natural obrar siempre de mil maneras. Si pudiese, querría buscar invenciones para consumirse el alma en él; y si fuese menester quedar para siempre aniquilada para la mayor honra de Dios lo haría de muy buena gana. Sea alabado para siempre, amén, que abajándose a comunicar con tan miserables criaturas, quiere mostrar su grandeza.

COMENTARIO AL CAPÍTULO 9

Cristofanías en las moradas sextas

Iniciamos la lectura de uno de los capítulos más delicados del Castillo y de toda la mística teresiana. Es el capítulo 9 de las moradas sextas. Con el tema de «visiones de Cristo» en el arco de desarrollo de la vida mística.

Recordemos el emplazamiento de ese pasaje en el contexto de las moradas sextas: tras el capítulo insuplantable de la Humanidad de Cristo en la vida del cristiano: capítulo 7. Y tras el capítulo 8, en que regresó sobre el hecho decisivo de su vida, la cristofanía acaecida en puro misterio de fe, sin connotación alguna de orden sensible, es decir, la experiencia exquisitamente espiritual de la presencia de Cristo Jesús en la vida de ella y del cristiano. A esa experiencia central Teresa la llamó, con vocablo tomado de la jerga de los teólogos, «visión intelectual».

Ahora, en el capítulo que estamos leyendo, pasa de la «visión intelectual» a las «visiones imaginarias» del Señor. Es decir, a una nueva y prolongada cristofanía dentro de la experiencia del místico. Lo anuncia en el epígrafe del capítulo, que trata de cómo se comunica el Señor al alma por visión imaginaria».

Pues bien, confesémoslo sin reticencias: al lector de hoy le resulta distante y casi molesta esa terminología. Incluso esa temática. No basta que el editor de esos textos de la Santa evoque los pasajes bíblicos –de uno y otro Testamento– que nos hablan de visiones (de Abrahán, de Jacob, de Elías...) o de las otras visiones escenográficas y apocalípticas que tienen los profetas. A Teresa y a los otros escritores místicos el lector de hoy les escucha desde las coordenadas psicológicas de nuestra cultura. No sin cierto recelo de maridaje entre lo místico y lo visionario, entre clarividencia y alucinación.

Comencemos por ahí. Haciendo una pausa en torno a ese vocabulario.

El paisaje de las cristofanías teresianas

«Cristofanía» es vocablo culto, desconocido y jamás usado por Teresa. Lo utiliza el teólogo o el biblista de hoy para indicar, especialmente, las «manifestaciones» de Cristo resucitado y glorioso en el ámbito de nuestro mundo y de nuestras experiencias sensibles. Y, consiguientemente, para indicar por parte del creyente o del místico la percepción humana de esa realidad del Señor glorioso y transmundano. Afirmación del poder que tiene el «Señor de la gloria» de irrumpir o hacerse presente en la historia de los hombres.

Punto de referencia: la cristofanía de Pablo en el camino de Damasco, referida por Lucas en el Libro de los Hechos, y por Pablo mismo, de palabra unas veces, por escrito otras. El relato bíblico de lo sucedido a Pablo consagró los términos clásicos: aparición/apariciones («se me apareció») y visión/visiones («se me dio a ver»).

Teresa, como la generalidad de los místicos (san Juan de la Cruz, por ejemplo) prefiere el término «visión» para expresar ese mismo acontecimiento de Pablo que ahora le sucede a ella, que entra en el tejido de su experiencia del misterio cristiano y que se repite con cierta normalidad en la experiencia luminosa («epifánica») de los místicos. Precisamente por eso introduce el tema en su síntesis doctrinal de las Moradas. Sobre esa base, podemos abordar la lectura del texto teresiano. Comienza así:

«Ahora vengamos a las visiones imaginarias, que dicen que son adonde puede meterse el demonio más que en las dichas (más que en la pura experiencia intelectual), y así debe ser; mas cuando son de nuestro Señor, en alguna manera me parecen más provechosas, porque son más conformes a nuestro natural; salvo de las que el Señor da a entender en la postrera morada, que a estas no llegan ningunas» (n. 1).

Es sorprendente la densidad de ese mini-proemio del capítulo. Sorprendente por la multitud de referencias que contiene. Como en otras ocasiones, la primera y más relevante es la convicción reiterada de que al lado de las «visiones místicas» hay otras de falsilla anómala, «que no son de nuestro Señor». Por eso, una constante a lo largo del capítulo será el empeño de Teresa en distinguirlas y etiquetarlas, con una especie de doblaje de pluma, que alterna la exposición mística con el enfoque del psicólogo, para discernir visiones y alucinaciones.

Otro dato de ese pequeño proemio es su empalme con la cultura teológica en curso, lectura de libros y pláticas con teólogos. Son estos los que «dicen» que estas visiones imaginarias son susceptibles de anomalías y trucos diabólicos. Teresa lo refrenda. Veremos enseguida que tras esa inocente insinuación se esconde la amarga experiencia vivida por ella en los años dramáticos de su iniciación mística.

Tercer dato del proemio: la evaluación de las visiones místicas de que va a tratar el capítulo. Estas visiones, «cuando son de nuestro Señor» –es decir, cuando realmente contienen experiencias místicas–, son más provechosas que las experiencias puramente espirituales, «porque son más conformes a nuestro natural»... (que «no somos ángeles» –había escrito en vida– «sino que tenemos cuerpos»). Pero, a la vez, son inferiores a las «teofanías» definitivas que caracterizarán la etapa final del místico. De ellas hablará Teresa más adelante, a la altura de las moradas séptimas, cc. 1-2.

Al establecer ese escalafón místico, empalma de nuevo con lo que «dicen» la tradición y los teólogos. Lo hemos recordado ya al comenzar el capítulo anterior. Para los teólogos que asesoran a Teresa, era sagrada la palabra de santo Tomás de Aquino y de san Agustín. Fueron ellos quienes distinguieron entre «visiones intelectuales» y «visiones imaginarias», asegurando además que cuando estas últimas sobrevienen a la visión intelectual provocan una experiencia mística superior (Suma de Teología, III, 30, 3). También esto lo refrenda ella.

Lo más importante en nuestro caso es que ese escalafón de gracias y experiencias místicas refleja el historial de Teresa misma. También ella comenzó con lo que hemos llamado el «hecho decisivo» de su vida, realizado en la pura experiencia espiritual («intelectual») del Señor resucitado. Luego sobrevinieron las experiencias de la Humanidad física de Jesús («visiones imaginarias» de este capítulo). Y finalmente ese proceso culminaría en las teofanías trinitarias de las moradas séptimas.

Místicos sí, visionarios no

Ya lo hemos notado. Hablando de cosas y gracias místicas, Teresa no pierde de vista a sus competidoras «las visionarias». Las de siempre... Pero en su tiempo las ha habido tales, que «pusieron espanto al mundo». Ya al tratar de las «hablas de Dios» (cap. 2), comenzó ella recordando al lector las anomalías de quienes oyen voces, o se autoescuchan por «antojo», «en especial personas de flaca imaginación o melancólicas, digo de melancolía notable» (cap. 2, n. 1).

Ahora se repite. Porque ella misma es experta en terapias de esa anomalía, no solo de personas que «oyen voces» donde no hay interlocutor, sino de visionarias de profesión. Ha conocido casos de todo género, dignos de compasión algunos, otros de auténtico escándalo. «Acaece a algunas personas (y sé que es verdad, que lo han tratado conmigo, y no tres ni cuatro sino muchas), ser de tan flaca imaginación, o el entendimiento tan eficaz, o no sé qué es, que se embeben de manera en la imaginación, que todo lo que piensan, claramente les parece que lo ven...» (n. 9).

En el lugar paralelo de las Fundaciones (capítulo 8, escrito varios años antes que este pasaje de las moradas), había descendido a episodios concretos. Una visionaria de «apariciones marianas», no tan desparecidas de las que se publican en nuestros días (c. 8, 7). Y el caso del famoso aldeano abulense Juan Manteca, profeta de turno en la propia ciudad de Ávila (c. 8, 8: cf. BMC 19, 81). Y otras «cosas han venido a mí, de estos antojos, que me han espantado cómo es posible que tan verdaderamente les parezca que ven lo que no ven» (ib. n. 6). Y concluye el doble relato asegurando que pudiera contar tantos otros, «tantas cosas, que hubiera bien en qué probar el intento que llevo: que no se crea luego (a la vidente o a la visionaria)..., sino que vaya esperando tiempo y entendiéndose bien antes que lo comunique, para que no engañe al confesor, sin querer engañarle...» (ib. 8).

Pero ¿qué criterios sugiere ella para desglosar la moneda falsa de visionarios y visionarias, en contraposición a las auténticas gracias místicas?

Ante todo, Teresa tiene la convicción rotunda de que quien haya tenido una sola vez la gracia mística de la cristofanía jamás podrá elevar a esa categoría la pacotilla de una alucinación o incluso el artilugio de una sugestión diabólica. Ahí empalma su primer criterio:

«Si hubiesen visto la verdadera visión, entenderían, muy sin quedarles duda, el engaño, porque van ellas mismas componiendo lo que ven con su imaginación, y no hace después ningún efecto, sino que se quedan frías, mucho más que si viesen una imagen devota..., y así se olvida mucho más que cosa soñada» (n. 9).

Un segundo criterio proviene del impacto inconfundible que produce la gracia mística en la totalidad de la persona. La visión cristofánica es un revulsivo fulminante y total: «Estando el alma muy lejos de que ha de ver cosa ni pasarle por pensamiento, de presto se le representa, muy por junto, y revuelve todas las potencias y sentidos con un gran temor y alboroto..., como cuando fue derrocado san Pablo vino aquella tempestad y alboroto en el cielo, así acá, en este mundo interior...» (n. 10).

Y por fin, la regla de oro de siempre. El místico auténtico no se cierra sobre sí mismo. Se deja discernir desde fuera, por asesores competentes. Las gracias místicas ni lo marginan ni lo elevan por encima del común de la gente, ni lo extraen del tejido eclesial. En última instancia, uno a uno los carismas místicos y el místico mismo no se autodisciernen. Pasan a ser discernidos por otros carismas o por otros hermanos dentro del entramado relacional del consorcio humano o de la comunidad eclesial. «Lo que es mucho menester, hermanas, es que andéis con llaneza y verdad... Porque si no hay esto, no aseguro que vais bien, ni que es Dios el que os enseña...» (n. 12).

¿Qué le ocurrió a la autora? Trasfondo autoblográfico del relato

Todo eso, criterios de discernimiento, evaluación, consejos prácticos, Teresa se lo brinda a los lectores entreverado de enseñanzas y recuerdos pasados. Impregnado de «sabrosa memoria», dice ella misma. De suerte que desde la exposición doctrinal, se le va la pluma a la narrativa de las vivencias pasadas.

Para introducir esos jirones autobiográficos en la lección aparentemente teórica del capítulo, ella recurre de nuevo a la estratagema literaria del camuflaje: al testimonio en anonimato. Lo que ella dice lo sabe a través de «una persona de quien particularmente yo puedo hablar». He aquí las palabras que contienen ese ingenuo ardid de ocultamiento: en cuanto a visiones exteriores, vistas con los ojos de la cara –escribe–, «no sabré decir... ninguna cosa, porque esta persona que he dicho de quien tan particularmente yo puedo hablar, no ha pasado por ello, y de lo que no hay experiencia, mal se puede dar razón cierta...» (n. 4). De hecho, en el trasfondo del capítulo, está latente y palpitante la propia historia mística de Teresa. Emparejada, como luego veremos, con la evocación de fray Juan de la Cruz.

Antaño había referido esos episodios de su vida interior en los capítulos centrales de su autobiografía (Libro de la Vida, cc. 23-29). De aquel extenso relato evoca ahora lo más relevante:

– Que en un determinado momento a ella se le concedió la gracia de «ver» a su Señor. Ver su rostro. Luego, sus manos. Y por fin toda su Humanidad gloriosa. Aún ahora recuerda, emocionada, la belleza incomparable de sus ojos. «Ojos tan hermosos, y mansos, y benignos del Señor». «No podía sufrir mi corazón... verlos algún día airados» (n. 7);

– Que ese Cristo es hermosura «con grandísima majestad». Majestad trascendente en sí mismo. No como las majestades postizas de los reyes de la tierra, había escrito Teresa en Vida (37, 6). Ahora lo reitera en una límpida pincelada: «A osadas, que no es menester aquí preguntar cómo sabe quién es (el señor de las visiones) sin que se lo hayan dicho, que se da bien a conocer que es Señor del cielo y de la tierra; lo que no harán los reyes de ella, que por sí mismos bien en poco se tendrán, si no va junto... su acompañamiento, o lo dicen» (n. 5);

– Y que esos actos de presencia del Señor son fulgurantes y fulminantes, como una explosión de luz. Irresistible a la mirada. «Espantosa vista», dirá ella: «No se le puede estar mirando, más que estar mirando al sol, y así esta vista siempre pasa muy presto, y no porque su resplandor dé pena a la vista interior, que es la que ve todo esto..., sino porque su resplandor es como una luz infusa, y de un sol cubierto con una cosa tan delgada como un diamante...» (n. 4).

Pero Teresa recuerda también el reverso de la medalla. La tortura a que ella fue sometida por sus teólogos asesores de entonces, incapaces todos ellos de entender sus experiencias, en la misma medida en que ella era incapaz de traducirles el contenido de sus cristofanías. Recuerda, casi indignada, cómo la obligaron a hacer muecas y dar higas al Señor que se le aparecía, como si las hiciera al diablo en persona. Así hasta que intervino un teólogo de verdad («el maestro fray Domingo Báñez», concretizará ella en las Fundaciones 8, 3), que puso fin a tamaña insensatez.

Insensatez que, sin embargo, no pudo impedir que Teresa se enamorase locamente de su Señor. De esas fechas es su poema «Oh Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras». Quizá también el poema que así comienza: «Vuestra soy, para Vos nací, / ¿qué mandáis hacer de mí?».

Teología de la visión

A primera vista, todo el proceso desencadenado por esas visiones místicas en la psicología de Teresa se compendiaría en dos palabras: «Verlo» y «enamorarse». Ver a su Señor, contemplar la hermosura, deslumbrarse ante la gloria de su Humanidad, y desde ella desandar paso a paso las variantes y episodios todos de su jornada terrena, al filo del evangelio. Y enamorarse, en total entrega de sí –«Vuestra soy, para vos nací»–, con cambio total de los planos ético, psicológico y teologal.

Pero más allá del plano afectivo, las visiones introducen a la vidente en la esfera de la luz y la verdad. Todo un mundo nuevo de conocimientos. «Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades», había glosado ella en Vida 21, 1. Ahora se limita a asegurar que las visiones del Señor resucitado repiten en cierto modo el episodio de Pablo, «derrocado» en el camino de Damasco, pero agraciado con «la sabiduría de Cristo». «Así como cuando fue derrocado san Pablo..., queda esta alma tan enseñada de unas tan grandes verdades, que no ha menester otro maestro; que la verdadera sabiduría, sin trabajo suyo, le ha quitado la torpeza...» (n. 10).

No solo el contenido sapiencial de las cristofanías, sino la dinámica misteriosa que de ellas deriva, lo condensa Teresa en un nuevo símbolo, acuñado al escribir este capítulo. Es, también este un símbolo femenino de joyas y piedras preciosas contenidas en un estuche sellado. En parte, ya había esbozado ese simbolismo en páginas anteriores (6M 4, 8), recordando su visita al «camarín» de la Duquesa de Alba, abarrotado de «infinitos géneros de vidrios y barros y muchas cosas...». Ahora lo remodela en forma de parábola:

«Es como si en una pieza de oro tuvieseis una piedra preciosa de grandísimo valor y virtudes. Sabemos certísimo que está allí, aunque nunca la hemos visto, mas las virtudes de la piedra no nos dejan de aprovechar, si la traemos con nosotros. Aunque nunca la hemos visto, no por eso la dejamos de preciar, porque por experiencia hemos visto que nos ha sanado de algunas enfermedades para que es apropiada. Mas no la osamos mirar, ni abrir el relicario, ni podemos. Porque la manera de abrirle solo la sabe cuya es la joya, y aunque nos la prestó para que nos aprovechásemos de ella, él se quedó con la llave, y como cosa suya abrirá cuando nos la quiiere mostrar. Y aun la tomará cuando le parezca, como lo hace.

Pues digamos ahora que quiere alguna vez abrirla de presto, por hacer bien a quien la ha prestado: claro está que le será después muy mayor contento cuando se acuerde del admirable resplandor de la piedra, y así quedará más esculpida en su memoria. Pues así acaece acá: cuando nuestro Señor es servido de regalar más a esta alma, múestrale claramente su sacratísima Humanidad de la manera que quiere: o como andaba en el mundo, o después de resucitado; y aunque es con tanta presteza, que lo podríamos comparar a la de un relámpago, queda tan esculpido en la imaginación esta imagen gloriosísima, que tengo por imposible quitarse de ella hasta que la vea adonde para sin fin la pueda gozar» (nn. 2-3).

Era necesario reportar por entero el pasaje. Parábola transparente y de hondo contenido teológico. Finísima versión de las cristofanías teresianas. A la autora le interesaba destacar unos cuantos datos, que adquieren especial relieve en el simbolismo de la parábola:

– La «piedra preciosa de grandísimo valor y virtudes» sanativas es el Señor;
– Esa piedra preciosa que es el Señor está oculta y cerrada en «una pieza de oro», que obviamente somos nosotros, nuestro diamantino castillo interior;
– Por estar oculta, «nunca la hemos visto» por vista de ojos, aunque la joya y «sus virtudes» sanativas siguen actuando secretamente desde lo interior del estuche;
– «Verla» sería el colmo del gozo, sería «esculpir» la joya en la mirada interior, con caracteres indelebles. Pero ni osamos ni podemos abrir el estuche, porque la llave se la reserva el dueño: «Como cosa suya, abrirá cuando quisiere»;
– Es el momento de la cristofanía: puro regalo, absolutamente gratuito, del señor de la joya y de la llave, que al mostrar la piedra preciosa, no solo hace que se desborden sus virtudes curativas, sino que su fulgor quede «esculpido» en el alma, de suerte «que tengo por imposible» borrarse, hasta que se consolide con la cristofanía escatológica definitiva...

Pero la joya... no es una golosina

Teresa conoce la psicología de sus lectores no menos que la nuestra. Y se adelanta a una posible reacción primaria de quien escuche la parábola: ¿cómo no desear cosa tan estupenda como es abrir el estuche y ver la Piedra preciosa? ¿Por qué no suplicarlo rendidamente al Señor de la llave y de la joya?

Pues no. Reducir la joya a categoría de exquisita golosina, sería trastrocar de lleno el sentido de la parábola. Sería reducir a nuestro casillero terrestre la escala de valores, y las relaciones con el Señor de la joya con el modesto depositario simbolizado en el estuche. Por eso Teresa añade en términos categóricos: «Quiero avisaros mucho que, cuando sabéis u oís que Dios hace estas mercedes a las almas, jamás le supliquéis ni deseéis que os lleve por este camino» (n. 14). Hacer lo contrario, sería exactamente lo más acertado para entrar en la dinámica psicológica de «las visionarias».

Teresa enumera media docena de razones en apoyo de su tesis. En síntesis, dos: que el verdadero seguidor de Cristo funda su camino en humildad, y por tanto está lejos de pretender privilegios; y que el verdadero amador muestra su amor en el sacrificio y en la cruz, mucho más que en el gozar.

Justamente en este punto de la exposición comparece la figura del místico doctor fray Juan de la Cruz. Teresa no había leído –ni pudo leer– las páginas del Santo que exorcizan en duro el apetito desordenado de visiones y éxtasis. Pero lo conoce en directo, a él, fray Juan de la Cruz mismo. Por eso escribe:

«Yo sé de una persona a quien el Señor había hecho algunas de estas mercedes –y aún de dos, la una era hombre–, que estaban tan deseosas de servir a Su Majestad a su costa, sin estos grandes regalos, que se quejaban a nuestro Señor porque se los daba, y si pudieran no recibirlos, los excusaran...» (n. 17). La pareja de «personas» anónimas que «se quejaban a nuestro Señor» son, evidentemente, la Madre Teresa y fray Juan de la Cruz.

A ese dato de historia personal, Teresa le añade las últimas consignas. «Almas enamoradas –como ellos dos– querrían viese el Señor que no le sirven por sueldo...». Ya no les interesa «recibir gloria», sino «contentar al Amor». Y eso, rubricado con una pincelada de tinte netamente sanjuanista: «Querrían buscar invenciones para consumirse el alma en él (en el Amor); y si fuese menester quedar para siempre aniquilada para mayor honra de Dios, lo haría de muy buena gana» (n. 18).

Estamos en los antípodas de la golosina de visiones. Y a la vez, en la espiral amorosa e imparable de quien «ha visto al Señor». Se podría remedar la exclamación pascual de los discípulos: «Hemos visto al Señor...» (Jn 20, 23), «Hemos visto su gloria» (Jn 1, 14).





[1] Se guarden desear, escribió la autora por haplografía.
[2] Más que en las intelectuales: cf. v. 8.
[3] En el capítulo pasado: sobreescrito por la Santa. Cf. c. 8, nn. 2-3.
[4] «En tiempo de la Santa era frecuente atribuir a ciertas piedras determinadas propiedades curativas» (S.).
[5] Compárese con Vida cc. 28, 1-4 y 37, 4.
[6] Ib., nn. 7-8.
[7] Vista interior: equivale a «ojos del alma» (c. 8, n. 2; y Vida c. 28, n. 4) o sentidos interiores, distintos del entendimiento y de la vista exterior o sentido corporal de la vista.
[8] Cf. Vida c. 28, n. 4 y Relación 4, n. 9, en que afirma que jamás tuvo «visiones corporales», o sea, vistas con los ojos del cuerpo.
[9] Mt 25, 41.
[10] Muy despacio (cf. nn. 4 y 10).
[11] Hechos 9, 3.
[12] Cf. c. 8, n. 3 y nota.
[13] Ib., nn. 4 y 8.
[14] El P. Báñez, como ella misma declara en Fund. c. 8, n. 3.
[15] Cf. Vida c. 29, n. 5-6.
[16] En Fund. c. 8, n. 3.
[17] Las buenas razones...
[18] Las razones 5ª y 6ª aluden al episodio de los hijos del Zebedeo (Mt 20, 20-22) y a la conducta de Saúl (1R 15, 10-11: ambos hechos bíblicos son alegados en 6M 11, 11, y 5M 3, 2.
[19] Es decir: además de estas razones, hay otras...
[20] Probable alusión a San Juan de la Cruz. La otra persona sería la propia Santa.

Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)