2.6.13

Moradas séptimas, cap. 3

Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS



MORADAS SÉPTIMAS
Capítulo 3


Trata los grandes efectos que causa esta oración dicha. Es menester ir con atención y acuerdo de los que hacen las cosas pasadas, que es cosa admirable la diferencia que hay.

1. Ahora, pues, decimos que esta mariposica ya murió, con grandisima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo. Veamos qué vida hace, o qué diferencia hay de cuando ella vivía; porque en los efectos veremos si es verdadero lo que queda dicho. A lo que puedo entender, son los que diré: (1)[1]

2. El primero un olvido de sí, que verdaderamente parece ya no es, como queda dicho (2)[2]; porque toda está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios, que parece que las palabras que le dijo Su Majestad hicieron efecto de obra, que fue que mirase por sus cosas, que él miraría por las suyas (3)[3]. Y así, de todo lo que puede suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido, que –como digo– parece ya no es ni querría ser en nada nada, si no es para cuando entiende que puede haber por su parte algo en que acreciente un punto la gloria y honra de Dios, que por esto pondría muy de buena gana su vida.


3. No entendáis por esto, hijas, que deja de tener cuenta con comer y dormir, que no le es poco tormento, y hacer todo lo que está obligada conforme a su estado; que hablamos en cosas interiores, que de obras exteriores poco hay que decir, que antes esa es su pena ver que es nada lo que ya pueden sus fuerzas. En todo lo que puede y entiende que es servicio de nuestro Señor, no lo dejaría de hacer por cosa de la tierra.

4. Lo segundo un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que Su Majestad hace tienen por bueno: si quisiere que padezca, enhorabuena; si no, no se mata como solía.

5. Tienen también estas almas un gran gozo interior cuando son perseguidas, con mucha más paz que lo que queda dicho, y sin ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer; antes les cobran amor particular, de manera que si los ven en algún trabajo lo sienten tiernamente, y cualquiera tomarían por librarlos de él, y encomiéndanlos a Dios muy de gana, y de las mercedes que les hace Su Majestad holgarían perder por que se las hiciese a ellos, porque no ofendiesen a nuestro Señor.

6. Lo que más me espanta de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de nuestro Señor (4)[4]; ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no solo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca. Y si supiesen cierto que en saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los santos; no desean por entonces verse en ella: su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su honra, desasidos de todo lo demás.

7. Verdad es que algunas veces que se olvida de esto tornan con ternura los deseos de gozar de Dios y desear salir de este destierro, en especial viendo lo poco que le sirve; mas luego torna y mira en sí misma con la continuanza (5)[5] que le tiene consigo, y con aquello se contenta y ofrece a Su Majestad el querer vivir, como una ofrenda la más costosa para ella que le puede dar.

Temor ninguno tiene de la muerte más que tendría de un suave arrobamiento. El caso es que el que daba aquellos deseos con tormento tan excesivo, da ahora estotros. Sea por siempre bendito y alabado.

8. El fin (6)[6] es que los deseos de estas almas no son ya de regalos ni de gustos, como tienen consigo al mismo Señor, y Su Majestad es el que ahora vive. Claro está que su vida no fue sino continuo tormento, y así hace que sea la nuestra, al menos con los deseos, que nos lleva como a flacos en lo demás; aunque bien les cabe de su fortaleza cuando ve que la han menester.

Un desasimiento grande de todo y deseo de estar siempre o solas u ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma. No sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querría estar sino dándole alabanzas; y cuando se descuida, el mismo Señor la despierta de la manera que queda dicho (7)[7], que se ve clarísimamente que procede aquel impulso, o no sé cómo le llame, de lo interior del alma, como se dijo de los ímpetus (8)[8]. Acá es con gran suavidad, mas ni procede del pensamiento, ni de la memoria, ni cosa que se pueda entender que el alma hizo nada de su parte. Esto es tan ordinario y tantas veces –que se ha mirado bien con advertencia–, que así como un fuego no echa la llama hacia abajo, sino hacia arriba, por grande que quieran encender el fuego, así se entiende acá que este movimiento interior procede del centro del alma y despierta las potencias.

9. Por cierto, cuando no hubiera otra cosa de ganancia en este camino de oración, sino entender el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando –que no parece esto otra cosa– que nos estemos con él, me parece eran bien empleados cuantos trabajos se pasan por gozar de estos toques de su amor, tan suaves y penetrativos.

Esto habréis, hermanas, experimentado; porque pienso, en llegando a tener oración de unión, anda el Señor con este cuidado, si nosotros no nos descuidamos de guardar sus mandamientos. Cuando esto os acaeciere, acordaos que es de esta morada interior, adonde está Dios en nuestra alma, y alabadle mucho; porque, cierto, es suyo aquel recaudo o billete escrito con tanto amor, y de manera que solo vos quiere entendáis aquella letra y lo que por ella os pide (9)[9], y en ninguna manera dejéis de responder a Su Majestad, aunque estéis ocupadas exteriormente y en conversación con algunas personas; porque acaecerá muchas veces en público querer nuestro Señor haceros esta secreta merced, y es muy fácil –como ha de ser la respuesta interior– hacer lo que digo haciendo un acto de amor, o decir lo que San Pablo: ¿Qué queréis, Señor, que haga? (10)[10]. De muchas maneras os enseñará allí con qué le agradéis y es tiempo acepto; porque parece se entiende que nos oye, y casi siempre dispone el alma este toque tan delicado para poder hacer lo que queda dicho con voluntad determinada.

10. La diferencia que hay aquí en esta morada es lo dicho (11)[11]: que casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre; el no temer que esta merced tan subida puede contrahacer el demonio, sino estar en un ser con seguridad que es Dios; porque –como está dicho– (12)[12] no tienen que ver aquí los sentidos ni potencias, que se descubrió Su Majestad al alma y la metió consigo adonde, a mi parecer, no osará entrar el demonio ni le dejará el Señor; ni todas las mercedes que hace aquí al alma –como he dicho– (13)[13] son con ningún ayuda de la misma alma, sino la que ya ella ha hecho de entregarse toda a Dios.

11. Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido (14)[14]; así en este templo de Dios, en esta morada suya, solo él y el alma se gozan con grandísimo silencio. No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que pasa; porque aunque a tiempos se pierde esta vista y no le dejan mirar, es poquísimo intervalo; porque, a mi parecer, aquí no se pierden las potencias (15)[15], mas no obran, sino están como espantadas.

12. Yo lo estoy de ver que en llegando aquí el alma todos los arrobamientos se le quitan, si no es alguna vez (el quitarse llama aquí cuanto a perder los sentidos) (16)[16], y esta no con aquellos arrebatamientos y vuelo de espíritu, y son muy raras veces y esas casi siempre no en público como antes, que era muy ordinario; ni le hacen al caso grandes ocasiones de devoción que vea, como antes, que si ven una imagen devota u oyen un sermón –que casi no era oírle– o música, como la pobre mariposilla andaba tan ansiosa, todo la espantaba y hacía volar. Ahora, o es que halló su reposo, o que el alma ha visto tanto en esta morada que no se espanta de nada, o que no se halla con aquella soledad que solía, pues goza de tal compañía. En fin, hermanas, yo no sé qué sea la causa, que en comenzando el Señor a mostrar lo que hay en esta morada y metiendo el alma allí, se les quita esta gran flaqueza que les era harto trabajo, y antes no se quitó. Quizá es que la ha fortalecido el Señor y ensanchado y habilitado; o pudo ser que quería dar a entender en público lo que hacía con estas almas en secreto, por algunos fines que Su Majestad sabe, que sus juicios son sobre todo lo que acá podemos imaginar.

13. Estos efectos, con todos los demás que hemos dicho que sean buenos en los grados de oración que quedan dichos, da Dios cuando llega el alma a Sí, con este ósculo que pedía la Esposa (17)[17], que yo entiendo aquí se le cumple esta petición. Aquí se dan las aguas a esta cierva, que va herida, en abundancia. Aquí se deleita en el tabernáculo de Dios. Aquí halla la paloma que envió Noé a ver si era acabada la tempestad la oliva, por señal que ha hallado tierra firme dentro en las aguas y tempestades de este mundo. ¡Oh Jesús! Y ¡quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber para dar a entender esta paz del alma! Dios mío, pues veis lo que nos importa, haced que quieran los cristianos buscarla, y a los que la habéis dado, no se le quitéis, por vuestra misericordia; que, en fin, hasta que les deis la verdadera, y las llevéis adonde no se puede acabar, siempre se ha de vivir con temor. Digo la verdadera, no porque entienda esta no lo es, sino porque se podría tornar la guerra primera, si nosotros nos apartásemos de Dios.

14. Mas ¿qué sentirán estas almas de ver que podrían carecer de tan gran bien? Esto les hace andar más cuidadosas y procurar sacar fuerzas de su flaqueza, para no dejar cosa que se les pueda ofrecer, para más agradar a Dios, por culpa suya. Mientras más favorecidas de Su Majestad, andan más acobardadas y temerosas de sí. Y como en estas grandezas suyas han conocido más sus miserias y se les hacen más graves sus pecados, andan muchas veces que no osan alzar los ojos, como el publicano (18)[18]; otras con deseos de acabar la vida por verse en seguridad, aunque luego tornan, con el amor que le tienen, a querer vivir para servirle –como queda dicho– (19)[19] y fían todo lo que les toca de su misericordia. Algunas veces las muchas mercedes las hacen andar más aniquiladas, que temen que, como una nao que va muy demasiado de cargada se va a lo hondo, no les acaezca así.

15. Yo os digo, hermanas, que no les falta cruz, salvo que no las inquieta ni hace perder la paz, sino pasan de presto, como una ola, algunas tempestades, y torna bonanza; que la presencia que traen del Señor les hace que luego se les olvide todo. Sea por siempre bendito y alabado de todas sus criaturas, amén.


COMENTARIO

El paisaje humano de las séptimas moradas

«Ahora pues decimos que esta palomica ya murió... y que vive en ella Cristo» (n. 1).

Así comienza Teresa el capítulo dedicado «al hombre» de las séptimas moradas. La mariposica –recordémoslo– era el hombre nuevo, liberado de la reclusión y ataduras del capullo. El «alma» de ese hombre nuevo ha volado, grácil y libre, desde las quintas a las sextas moradas. Ahora en las séptimas, la inicial metamorfosis de la mariposilla (n. 12) sufre un cambio radical de su ser. Teresa lo cifra en dos palabras clave: «muere» ella (muere «con grandísima alegría»), y «vive», pero es otro quien vive en ella: «vive en ella Cristo» (es el texto paulino anunciado en las moradas quintas, c. 2, 4). Este último detalle sirve de empalme con el capítulo anterior: «Cristo vida del alma».

Se completa así el tríptico con que la autora analiza la situación final del cristiano en plenitud. El estadio de plenitud comenzó con el hecho trinitario de la inhabitación (cap. 1); sigue con la plena inserción en el misterio cristológico (cap. 2); y, abajando el vuelo, aterriza en el hecho humano: cómo es por dentro y cómo actúa el cristiano así agraciado por la Trinidad y por Cristo (cap. 3).

Imposible glosar aquí, uno a uno, los rasgos psicológicos, éticos, teologales, acumulados por Teresa en la síntesis de este capítulo. Los recorreremos al por mayor en tres planos:

– Acercándonos primero a ella mientras escribe,
– Recopilando luego su descripción del místico consumado,
– Y por fin, espigando en el simbolismo forjado por Teresa para completar esa descripción.

«Cuando esto escribo...»

La Santa había comenzado el libro diciendo cómo está ella, en cuerpo y en alma, cuando empuña la pluma para escribir el Castillo (prólogo, 1). A lo largo del escrito ha tenido al corriente a sus lectores de la situación y el talante de ella mientras va escribiendo. Aquí, en las séptimas moradas, era normal que lo elevado de los capítulos primero y segundo (trinitario y cristológico) le hiciese perder de vista el aquí y ahora de ese contexto. Era también normal que aterrizase en ese orden de cosas al tener que hablar del aspecto «humano». Tanto más que, al afrontarlo, tendría que hacer la radiografía de sí misma, de su alma, tal como vive en esos momentos su instalación en lo interior de la morada final y en el contexto de la vida social.

Sabemos por otras fuentes el tremendo drama humano que ella está viviendo. Pero ni un solo eco de la borrasca pasará a las páginas empeñadas en referir ese paisaje final. Lo describirá, no desde la orquestación exterior, sino desde la paz y hondura interiores.

Ya en páginas anteriores, hemos aludido a la creciente crispación del entorno teresiano por esas fechas. Recordémoslo para acercarnos al clima y trance en que nacen los capítulos finales del Castillo. La Santa escribe este capítulo y el siguiente en pleno invierno de 1577 en su celda de San José de Ávila. Al otro lado de la ciudad están fray Juan de la Cruz y las carmelitas de La Encarnación. Él, fray Juan, es alejado violentamente de su tarea de confesor en el monasterio. Ellas, las monjas de La Encarnación, han elegido por priora a la Madre Teresa, hecho por el que inmediatamente se las declara excomulgadas. La Madre Teresa vive intensamente esa situación de las hermanas, privadas de misa y comunión, enclaustradas en una comunidad desgarradoramente dividida, con un recurso pendiente ante la corte de Madrid y entre el alboroto de toda la ciudad. Ella misma queda envuelta en ese torbellino, y es incapaz de apaciguar los ánimos. Torbellino que sigue subiendo de grado toda esa quincena de noviembre mientras ella ultima su libro. Y que culminará en los primeros días del mes siguiente con la prisión de fray Juan de la Cruz, mientras ella revisa y retoca lo escrito.

Pues bien, de todo ese episodio que acosa desde fuera a la madre Teresa, ni un solo tenue rumor se filtra en el Castillo. Como si una alta muralla hiciera de diafragma divisor entre lo de «las afueras» y la escritora, que ahora mira todo el paisaje humano «desde la morada interior».

Cuando a mitad de nuestro capítulo toque el filón delicado de la relación con los enemigos (n. 5), todo será «gozo interior», «paz», «amor particular», «ninguna enemistad», «sentir tiernamente» sus trabajos... Sin que esa mirilla abierta sobre el posible campo de batalla permita vislumbrar la más mínima alusión a lo que «aquí y ahora» circunda a la escritora. En franco contraste con el tono fuerte que adoptará en las cartas que escriba por esas fechas. De suerte que la tersura literaria del capítulo es el mejor refrendo de la paz a ultranza que vive por dentro quien lo está escribiendo.

El problema teológico y la respuesta de Teresa

Si un teólogo de entonces –pongamos el salmantino padre Báñez o el complutense padre Gracián– hubiese planteado a Teresa el argumento del presente capítulo, se lo hubieran formulado más o menos así: «En qué consiste la perfección. Cómo es y cómo se porta el cristiano perfecto, cuando ha llegado a la última fase de su madurez según el esquema tradicional de las tres vías o las tres edades de la vida espiritual: principiantes, aprovechados y perfectos».

Teresa conoce ese esquema tradicional. Pero no va por ahí. Ni en este ni en los restantes capítulos de las moradas séptimas comparecen los términos perfecto, perfección, perfeccionarse. Tampoco comparece la correspondiente categoría doctrinal.

Para ella, el talante de quien ha llegado a esta última etapa de la vida cristiana es resultado –«efecto», dice ella– de lo que en él obra la Trinidad que lo habita y la Humanidad de Cristo que lo santifica. La etapa final consiste en el sumo grado de relación del hombre con Dios en Cristo.

Para exponerlo, ella articulará el texto de su capítulo en dos partes. Por un lado, la nueva manera de ser, de vivir y de actuar del cristiano que ha llegado ahí (aspecto psicológico y ético). Por otro, «el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con él» (aspecto teologal). La santidad cristiana es la plena comunión del hombre con Dios.

Al aspecto primero dedicará la primera mitad del texto: números 1-8. Al tema segundo, la otra mitad del capítulo: números 9-15. Con la típica libertad de exposición que ella acostumbra, es decir, sin atenerse rígidamente a ese trazado. Sigamos por separado una y otra sección.

Así es el cristiano de las séptimas moradas,
y así vive Teresa sus séptimas moradas

Doce años antes Teresa concluía así el Libro de la Vida: «De esta manera vivo ahora, señor y padre mío. Suplique vuestra merced a Dios, o me lleve consigo o me dé cómo le sirva» (V 40, 23). En suma, o morir o servir. Alternativa en que prevalecía lo primero, el deseo de morir para «ver a Dios». Convencida como ella estaba de que el desenlace era inminente.

Ahora han cambiado las tornas. A la Santa le interesa testificar ese cambio profundo: «Que es cosa admirable la diferencia que hay» entre lo de entonces y lo de ahora (epígrafe del capítulo). Y sin más comienza a enumerar las variantes.

Comienza por el aspecto psicológico. «Lo primero, un olvido de sí, que verdaderamente parece que ya no es» (n. 2)

No se trata de ser y vivir desmemoriado. Lo advertirá expresamente enseguida: ni siquiera habrá olvido de comer y dormir. Es algo más profundo y radical. Algo que afecta a lo hondo del propio ser. Total liberación de egoísmo y egocentrismo, en la vinculación de las cosas con el centro del yo. Como si la atención y la memoria se hubieran vuelto selectivas, dejando de lado todo un inmenso cuadrante de cosas y hechos baladíes. Nueva manera de ser, que tiene la apariencia de «no ser en sí» sino en Cristo. Insistirá en ese dato: «Que, como digo, parece que (ella) no es ni querría ser en nada nada» (n. 2). Han sido las palabras de Cristo las que han sanado la memoria y la vieja manera de ser. Cristo le había dicho «que (ella) mirase por sus cosas (de él), que él miraría por las suyas (de ella)».

Otro rasgo: como siempre, para Teresa cuenta mucho el parámetro de los deseos. Enumerará toda una gavilla de nuevas maneras de desear. Comienza por el «deseo de padecer», por configurarse a Cristo. Pero deseo frenado y rebasado por «el deseo de que se haga en todo la voluntad de Dios» en la propia vida (n. 4).

Y llega así el rasgo más profundo, el que ella cree diferencial respecto de lo vivido anteriormente, la «admirable diferencia» que anunció en el título del capítulo y que se sitúa de nuevo en la tangente de los deseos: «Lo que más me espanta (=asombra) de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de nuestro Señor; ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y de que por ellas sea alabado y de aprovechar a algún alma si pudiesen, que no solo no desean morirse, mas vivir muchos años padeciendo... por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos» (n. 6).

Como en san Pablo, es de nuevo la solución de la tensión entre el «deseo de morir ("dissolvi") para estar con Cristo» y el de «quedar en la carne» para ser útil a los hermanos (Flp 1, 23). También en Teresa vence la exigencia apostólica, como índice de la plena inserción en la Iglesia de la tierra: «No desea por entonces verse en la gloria; su gloria tiene puesta en ayudar al Crucificado» (n. 6).

Siguen todavía dos rasgos: desaparece el miedo a la muerte («la muerte, a quien yo temía siempre mucho», había escrito en Vida 38, 5), y campa por sus anchas la libertad, tras soltar las amarras de todo lo criado. En palabras suyas: «Temor ninguno tiene de la muerte más que tendría de un suave arrobamiento» (n. 7). Y «un desasimiento de todo y deseo de estar siempre o sola u ocupada en cosa que sea de provecho de algún alma» (n. 8).

En un breve balance podríamos sumariar el perfil de ese hombre nuevo así:

– En sí misma, a esa alma se le ha cambiado la manera de ser, de desear, de gozar, de enfrentarse con las realidades terrestres;
– En sus relaciones sociales, han desaparecido los enemigos, se ha secado la fuente de los odios y se la ha sustituido por el amor y la necesidad de servir y ser útil;
– De cara a Dios, «gran deseo de servirlo y de que por ellos sea alabado», total sumisión a su voluntad, «memoria y ternura». Llamaradas de fuego que ascienden hacia él desde «lo interior del alma».
– «Toda está empleada en procurar la gloria de Dios». «Gloria y honra de Dios, que por esto pondría muy de buena gana su vida» (n. 2). En plena sintonía con fray Juan de la Cruz, quien coronó la cima del «Monte» con el lema: «Solo mora en este monte / la gloria y honra de Dios».

La dimensión teologal

Teresa entiende aquí esa dimensión teologal como el papel de Dios en la vida de quien ha llegado a la plena madurez en Cristo. Por eso, no describe en esta segunda mitad del capítulo el ejercicio ascendente de las virtudes teologales. Sino más bien a la inversa: el estadio final pone de manifiesto que la relación entre Dios y el ser humano es ante todo descendente. Teresa lo enuncia así: «El particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros» (n. 9).

Y para certificarlo, nos ofrece una estampa de su propia experiencia, si bien velada con el subterfugio de la experiencia ajena: «Esto habréis, hermanas, experimentado: porque... anda el Señor con este cuidado... Cuando esto os acaeciere, acordaos que es de esta morada interior adonde está Dios en nuestra alma...; es suyo aquel billete o recaudo escrito con tanto amor y de manera que solo vos quiere entendáis aquella letra y lo que os pide...» (n. 9).

Ese requiebro venido de lo hondo, a ella le acaece en plena vida social, estando «ocupada exteriormente y en conversación con algunas personas..., en público». Y ella ha respondido como Pablo: «¿Qué queréis, Señor, que haga?» (n. 9).

De ahí la paz que reina en su castillo, es decir, en el alma de Teresa mientras escribe, pese a la borrasca del entorno extramuros del convento y de la ciudad. Porque «se descubrió Su Majestad al alma y la metió consigo adonde no osará entrar el demonio» (n. 10). Han cesado «las sequedades y alborotos internos». Han cesado incluso «todos los arrobamientos» y «vuelos de espíritu» (n.12). «Es que la ha fortalecido el Señor, y ensanchado y habilitado». «Con tanta quietud y tan sin ruido» se edifica ahora el templo de esta alma, como antaño el de Salomón. Será este uno de los símbolos a que ella recurra para culminar su exposición.

Desde el lenguaje de los símbolos

También en este pasaje recurre Teresa a su típico lenguaje múltiple: el narrativo de su experiencia, aunque sea camuflándola de anonimato; el expositivo de su ideario doctrinal; y por fin el de los símbolos con que intenta rebasar la barrera de lo inefable misterioso.

Comienza el capítulo regresando a uno de los tres símbolos fuertes del libro: la mariposica. «Ahora, pues, decimos que esta mariposica ya murió... y que vive en ella Cristo» (n. 1). Es el postrer episodio del dramático símbolo «gusano-mariposa», pensado todo él en clave de «muerte-para-la-vida». Aquí, en este último episodio, a Teresa el símbolo le sirve para afirmar uno de los hechos más misteriosos y desconcertantes de la vida del místico: ¿Vive o no vive él? ¿Vive él o es vivido por Cristo y en Cristo? ¿Conserva su ser o se le ha cambiado el ser, con un anticipo del futuro ser escatológico glorioso? El alma ¿se conoce a sí misma, o verdaderamente «parece que ya no es..., porque toda está de tal manera, que no se conoce ni se recuerda...» (n. 2). De hecho, la mariposica «ya murió con grandísima alegría de haber hallado reposo» (n. 2, reiterado en el n. 12).

Bajo esa imagen de la mariposa, que nace del gusano y luego muere como el ave fénix, late el recuerdo de san Pablo, que «vive y no vive, porque su vida es ya Cristo». También él entra en el engranaje del simbolismo, desde la primera mención del «gusano-mariposa» (5M 2, 4). Teresa está, como él, en actitud de disponibilidad absoluta y le ocurre «decir como san Pablo ¿qué queréis, Señor, que haga?» (n. 9).

Hay un momento en que ella se abandona a la evocación de la simbología bíblica. Presiente que en la Biblia todo, palabras, personas y gestos, tiene fuerza evocadora. Ahora, el racimo de imágenes simbólicas reunidas para perfilar el «status» del místico terminal es exquisito:

– A él se le da el ósculo de amor «que pedía la esposa» de los Cantares;
– Como a la cierva herida del salmo, aquí se le dan a su sed aguas «en abundancia»;
– Él mismo se convierte en tabernáculo de Dios donde ambos «se deleitan»;
– Aquí regresa a él «la paloma que envió Noé... por señal que ha hallado tierra firme dentro en las aguas y tempestades de este mundo» (n. 13);
– Como el templo de Salomón, también aquí el templo del alma se sigue construyendo «con quietud y sin ruido», porque ahora se está labrando la morada interior, «la morada suya (de Dios)», en que «solo él y el alma se gozan» (n. 11).

En ese juego de símbolos reaparecen otras dos imágenes predilectas de la autora: el fuego y el agua: «fuego que no echa la llama hacia abajo sino hacia arriba» (n. 8). Y agua de alta mar, con alguna ola pasajera (n. 15), pero donde ya el alma (=Teresa misma) boga «como una nao que va muy demasiado de cargada», a riesgo de «irse a lo hondo» (n. 14).

A esa imagen de la nave ha precedido de cerca otra imagen evangélica que refleja al vivo el alma de Teresa, en paz y sosiego, pero oscilando a la vez entre seguridad e inseguridad: «Anda muchas veces que no osa alzar los ojos, como el publicano; otras, con deseos de acabar la vida por verse en seguridad, aunque luego torna, con el amor que le tiene, a querer vivir para servirle...», fiándolo todo a su misericordia (n. 14).

Estas imágenes finales conjuran el riesgo evidente que corre el lector mientras lee: riesgo de que Teresa se le aleje y se pierda en la altura. Pues no, ella sigue cercana y pies en tierra, «temerosa», «los ojos bajos», «acobardada y temerosa de sí», «cuidadosa procurando sacar fuerzas de su flaqueza», pues «las muchas mercedes (de Dios) la hacen andar más aniquilada»..., hasta volverse al lector para hacer una oración por él. Y ora así:

«Dios mío, pues veis lo que nos importa, haced que quieran los cristianos buscar esta paz del alma, y a los que la habéis dado no se la quitéis, por vuestra misericordia. Que, en fin, hasta que les deis la paz verdadera y los llevéis adonde no se puede acabar, siempre se ha de vivir con temor» (n. 13).

Bienvenida esa oración de la escritora por nosotros sus lectores.



[1] La Santa hará a su modo la enumeración que sigue: numera únicamente los «efectos» 1º y 2º; luego seguirá el recuento a través de una selva de glosas y digresiones. En el autógrafo, sin embargo, cada efecto se distingue netamente de los demás. Helos aquí en orden: 1º «olvido de sí» (n. 2); 2º «deseo de padecer» (n. 4); 3º «gran gozo interior» (n. 5); 4º «gran deseo de servirle» y no de morir (n. 6); 5º «desasimiento de todo» (n. 8); 6º «el no temer los disfraces del demonio» (n. 10); por fin, recapitulación de todos en el n. 13: «estos efectos...».
[2] Queda algo oscura la frase: probablemente quiere decir que el alma está tan trasfigurada que no parece ser ella, o no ser ella la que existe «hecha ya una cosa con Dios» (c. 2, n. 3); véase el fin del presente número: «Que, como digo, parece ya no es, ni querría ser en nada nada». – La cita («como queda dicho») alude probablemente a la comparación de la gota y la fuente (c. 2, n. 4; y nn. 3 y 5).
[3] Alusión a la gracia «matrimonial» referida en el c. 2, n. 1; cf Rel 35.
[4] Alusión global a las gracias de las 6M: cf c. 11.
[5] Continuidad. Ya fray Luis corrigió «de contino» (p. 249).
[6] El fin es: de lectura dudosa. Fray Luis trascribió: «Y así los deseos» (p. 249).
[7] En las 6M c. 2: véase el título.
[8] En las 6M c. 11, n. 2; y cf 6M c. 2, n. 1, donde habló de «unos impulsos tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy interior del alma, que no sé comparación que poner que cuadre».
[9] Al margen escribió la Santa: «Cuando dice aquí os pide, léase luego este papel». – La hojita a que alude, se ha perdido, pero la conocieron y trascribieron el Padre Gracián (en su manuscrito), fr. Luis (en la edición príncipe) y otros amanuenses antiguos. Contenía todo el párrafo que sigue, hasta el fin del número. Lo editamos según la reconstrucción hecha por el P. Silverio, mejorando la lectura de fray Luis y de Gracián.
[10] Hechos 9, 6.
[11] Lo dicho en el n. 8.
[12] En el c. 2, nn. 3 y 10.
[13] En el c. 2, nn. 5-6 y 9.
[14] 1R 6, 7.
[15] Recuérdese que en el léxico teresiano «perderse las potencias» equivale a «quedar arrobadas»; aquí, en estas moradas, quedan atónitas, pero no suspensas extáticamente.
[16] El inciso entre paréntesis fue añadido por la Santa al margen del autógrafo.
[17] Cf 1, 1. – Sigue una serie de alusiones bíblicas: cierva que va herida a las aguas (Salmo 41, 2); tabernáculo de Dios (Ap 21, 3); paloma de Noé (Gn 8, 8-9)...
[18] Lc 18, 13.

Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)