9.6.13

Moradas séptimas, cap. 4

Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

SANTA TERESA DE JESÚS
EL CASTILLO INTERIOR O LAS MORADAS

MORADAS SÉPTIMAS
Capítulo 4

Con que acaba, dando a entender lo que le parece pretende nuestro Señor en hacer tan grandes mercedes al alma, y cómo es necesario que anden juntas Marta y María. Es muy provechoso.

1. No habéis de entender, hermanas, que siempre en un ser están estos efectos que he dicho (1)[1] en estas almas, que por eso adonde se me acuerda digo «lo ordinario»; que algunas veces las deja nuestro Señor en su natural, y no parece sino que entonces se juntan todas las cosas ponzoñosas del arrabal y moradas de este castillo para vengarse de ellas por el tiempo que no las pueden haber a las manos.

2. Verdad es que dura poco: un día lo más, o poco más; y en este gran alboroto, que procede lo ordinario de alguna ocasión, se ve lo que gana el alma en la buena compañía que está, porque la da el Señor una gran entereza para no torcer en nada de su servicio y buenas determinaciones, sino que parece le crecen, y por un primer movimiento muy pequeño no tuercen de esta determinación. Como digo, es pocas veces, sino que quiere nuestro Señor que no pierda la memoria de su ser, para que siempre esté humilde, lo uno; lo otro, porque entienda más lo que debe a Su Majestad y la grandeza de la merced que recibe, y le alabe.


3. Tampoco os pase por pensamiento que por tener estas almas tan grandes deseos y determinación de no hacer una imperfección por cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De advertencia no, que las debe el Señor a estas tales dar muy particular ayuda para esto. Digo pecados veniales, que de los mortales, que ellas entiendan, están libres, aunque no seguras (2)[2]; que tendrán algunos que no entienden, que no les será pequeño tormento. También se le dan (3)[3] las almas que ven que se pierden; y aunque en alguna manera tienen gran esperanza que no serán de ellas, cuando se acuerdan de algunos que dice la Escritura que parecía eran favorecidos del Señor, como un Salomón, que tanto comunicó con Su Majestad, no pueden dejar de temer, como tengo dicho (4)[4]; y la que se viere de vosotras con mayor seguridad en sí, esa tema más, porque bienaventurado el varón que teme a Dios, dice David. Su Majestad nos ampare siempre; suplicárselo para que no le ofendamos es la mayor seguridad que podemos tener. Sea por siempre alabado, amén.

4. Bien será, hermanas, deciros qué es el fin para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo. Aunque en los efectos de ellas lo habréis entendido, si advertisteis en ello, os lo quiero tornar a decir aquí, porque no piense alguna que es para solo regalar estas almas, que sería grande yerro; porque no nos puede Su Majestad hacer (5)[5] mayor que es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza –como aquí he dicho alguna vez– (6)[6] para poderle imitar en el mucho padecer.

5. Siempre hemos visto que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos: miremos los que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir San Pablo tan grandísimos trabajos? Por él podemos ver qué efectos hacen las verdaderas visiones y contemplación, cuando es de nuestro Señor y no imaginación o engaño del demonio. ¿Por ventura escondiose con ellas para gozar de aquellos regalos y no entender en otra cosa? Ya lo veis, que no tuvo día de descanso, a lo que podemos entender, y tampoco le debía tener de noche, pues en ella ganaba lo que había de comer (7)[7]. Gusto yo mucho de San Pedro cuando iba huyendo de la cárcel y le apareció nuestro Señor y le dijo que iba a Roma a ser crucificado otra vez. Ninguna rezamos esta fiesta adonde esto está, que no me es particular consuelo (8)[8]. ¿Cómo quedó San Pedro de esta merced del Señor, o qué hizo? Irse luego a la muerte; y no es poca misericordia del Señor hallar quien se la dé.

6. ¡Oh hermanas mías, qué olvidado debe tener su descanso, y qué poco se le debe de dar de honra, y qué fuera debe estar de querer ser tenida en nada el alma adonde está el Señor tan particularmente! Porque si ella está mucho con él, como es razón, poco se debe de acordar de sí; toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde mostrará el amor que le tiene. Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras.

7. Esta es la verdadera muestra de ser cosa y merced hecha de Dios –como ya os he dicho– (9)[9], porque poco me aprovecha estarme muy recogida a solas haciendo actos con nuestro Señor, proponiendo y prometiendo de hacer maravillas por su servicio, si en saliendo de allí, que se ofrece la ocasión, lo hago todo al revés. Mal dije que aprovechará poco, que todo lo que se está con Dios aprovecha mucho; y estas determinaciones, aunque seamos flacos en no las cumplir después, alguna vez, nos dará Su Majestad cómo lo hagamos, y aun quizá aunque nos pese, como acaece muchas veces: que, como ve un alma muy cobarde, dale un muy gran trabajo, bien contra su voluntad, y sácala con ganancia; y después, como esto entiende el alma, queda más perdido el miedo, para ofrecerse más a él. Quise decir que es poco, en comparación de lo mucho más que es que conformen las obras con los actos y palabras, y que la que no pudiere por junto, sea poco a poco; vaya doblando su voluntad, si quiere que le aproveche la oración: que dentro de estos rincones (10)[10] no faltarán hartas ocasiones en que lo podáis hacer.

8. Mirad que importa esto mucho más que yo os sabré encarecer. Poned los ojos en el Crucificado y se os hará todo poco. Si Su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con solo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio –como he dicho– (11)[11] es su cimiento humildad; y si no hay esta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo. Así que, hermanas, para que lleve buenos cimientos, procurad ser la menor de todas y esclava suya, mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir; pues lo que hiciereis en este caso, hacéis más por vos que por ellas, poniendo piedras tan firmes, que no se os caiga el castillo.

9. Torno a decir que para esto es menester no poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea solo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece; porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde le hay.

10. Pareceros ha que hablo con los que comienzan, y que después pueden ya descansar. Ya os he dicho (12)[12] que el sosiego que tienen estas almas en lo interior, es para tenerle muy menos, ni querer tenerle, en lo exterior. ¿Para qué pensáis que son aquellas inspiraciones que he dicho, o por mejor decir aspiraciones, y aquellos recaudos que envía el alma del centro interior a la gente de arriba del castillo, y a las moradas que están fuera de donde ella está? ¿Es para que se echen a dormir? ¡No, no, no!, que más guerra les hace desde allí, para que no estén ociosas potencias y sentidos y todo lo corporal, que les ha hecho cuando andaba con ellos padeciendo; porque entonces no entendía la ganancia tan grande que son los trabajos, que por ventura han sido medios para traerla Dios allí, y cómo la compañía que tiene le da fuerzas muy mayores que nunca. Porque si acá dice David que con los santos seremos santos (13)[13], no hay que dudar, sino que, estando hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza, y así veremos la que han tenido los santos para padecer y morir.

11. Es muy cierto que aun de la que ella allí se le pega acude a todos los que están en el castillo, y aun al mismo cuerpo, que parece muchas veces no se siente; sino, esforzado con el esfuerzo que tiene el alma bebiendo del vino de esta bodega, adonde la ha traído su Esposo (14)[14] y no la deja salir, redunda en el flaco cuerpo, como acá el manjar que se pone en el estómago da fuerza a la cabeza y a todo él (15)[15]. Y así tiene harta mala ventura mientras vive; porque, por mucho que haga, es mucho más la fuerza interior y la guerra que se le da, que todo le parece nonada. De aquí debían venir las grandes penitencias que hicieron muchos santos, en especial la gloriosa Magdalena, criada siempre en tanto regalo, y aquella hambre que tuvo nuestro padre Elías de la honra de su Dios (16)[16] y tuvo Santo Domingo y San Francisco de allegar almas para que fuese alabado; que yo os digo que no debían pasar poco, olvidados de sí mismos.

12. Esto quiero yo, mis hermanas, que procuremos alcanzar, y no para gozar, sino para tener estas fuerzas para servir: deseemos y nos ocupemos en la oración; no queramos ir por camino no andado, que nos perderemos al mejor tiempo; y sería bien nuevo pensar tener estas mercedes de Dios por otro que el que él fue y han ido todos sus santos; no nos pase por pensamiento. Creedme que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer (17)[17]. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a sus pies, si su hermana no le ayudara? Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben.

13. Decirme heis dos cosas: la una, que dijo que María había escogido la mejor parte (18)[18]. Y es que ya había hecho el oficio de Marta, regalando al Señor en lavarle los pies y limpiarlos con sus cabellos (19)[19], y ¿pensáis que le sería poca mortificación a una señora como ella era irse por esas calles, y por ventura sola, porque no llevaba hervor para entender cómo iba, y entrar adonde nunca había entrado, y después sufrir la murmuración del fariseo y otras muy muchas que debía sufrir? Porque ver en el pueblo una mujer como ella hacer tanta mudanza, y como sabemos, entre tan mala gente, que bastaba ver que tenía amistad con el Señor, a quien ellos tenían tan aborrecido, para traer a la memoria la vida que había hecho, y que se quería ahora hacer santa, porque está claro que luego mudaría vestido y todo lo demás; pues ahora se dice a personas, que no son tan nombradas, ¿qué sería entonces? Yo os digo, hermanas, que venía «la mejor parte» sobre hartos trabajos y mortificación, que aunque no fuera sino ver a su Maestro tan aborrecido, era intolerable trabajo. Pues los muchos que después pasó en la muerte del Señor y en los años que vivió, en verse ausente de él, que serían de terrible tormento, se verá que no estaba siempre con regalo de contemplación a los pies del Señor. Tengo para mí que el no haber recibido martirio fue por haberle pasado en ver morir al Señor (20)[20].

14. La otra (21)[21], que no podéis vosotras, ni tenéis cómo allegar almas a Dios; que lo haríais de buena gana, mas que no habiendo de enseñar ni de predicar, como hacían los apóstoles, que no sabéis cómo. A esto he respondido por escrito algunas veces (22)[22], y aun no sé si en este Castillo; mas porque es cosa que creo os pasa por pensamiento, con los deseos que os da el Señor, no dejaré de decirlo aquí: ya os dije en otra parte (23)[23] que algunas veces nos pone el demonio deseos grandes, porque no echemos mano de lo que tenemos a mano para servir a nuestro Señor en cosas posibles, y quedemos contentas con haber deseado las imposibles. Dejado que en la oración ayudaréis mucho (24)[24], no queráis aprovechar a todo el mundo, sino a las que están en vuestra compañía, y así será mayor la obra, porque estáis a ellas más obligada. ¿Pensáis que es poca ganancia que sea vuestra humildad tan grande, y mortificación, y el servir a todas, y una gran caridad con ellas, y un amor del Señor, que ese fuego las encienda a todas, y con las demás virtudes siempre las andéis despertando? No será sino mucha, y muy agradable servicio al Señor, y con esto que ponéis por obra –que podéis–, entenderá Su Majestad que haríais mucho más; y así os dará premio como si le ganaseis muchas.

15. Diréis que esto no es convertir, porque todas son buenas. ¿Quién os mete en eso? Mientras fueren mejores, más agradables serán sus alabanzas al Señor y más aprovechará su oración a los prójimos.

En fin, hermanas mías, con lo que concluyo es que no hagamos torres sin fundamento, que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más, como no nos cansemos luego, sino que lo poco que dura esta vida –y quizá será más poco de lo que cada una piensa– interior y exteriormente ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras.

16. Plega a Su Majestad, hermanas e hijas mías, que nos veamos todas adonde siempre le alabemos, y me dé gracia para que yo obre algo de lo que os digo, por los méritos de su Hijo, que vive y reina por siempre jamás amén; que yo os digo que es harta confusión mía, y así os pido por el mismo Señor que no olvidéis en vuestras oraciones esta pobre miserable (25)[25].


COMENTARIO

La postrera lección del castillo: ¿Para qué la santidad cristiana?

Llegamos al desenlace de «la vida en el Castillo». Conclusión de la séptima morada, dedicada toda ella a la jornada suprema de la existencia cristiana: la santidad en el castillo del alma.

En los tres capítulos precedentes, la autora, sin grandes alardes de teología académica, ha ido a lo esencial. Si el cristiano llega a ser santo, es porque la Trinidad mora en él (capítulo 1); es porque Cristo llega a ser plena vida del alma (capítulo 2); es porque el hombre nuevo desarrolla todas las potencialidades inducidas en él por el bautismo (capítulo 3).

Faltaba, a todas luces, un cuarto factor: el cristiano es santo en la Iglesia; lo es para servir a los hermanos; y esto solo podrá lograrlo configurándose con Cristo Jesús, que fue «el siervo» por antonomasia: siervo de Yavéh y servidor de los hombres.

Será este cuarto filón el que Teresa desarrolle en el capítulo final de las moradas séptimas. Completará así su respuesta progresiva a la pregunta de fondo: ¿en qué consiste la santidad cristiana? En cuatro capítulos, cuatro respuestas: la santidad cristiana es, ante todo, un hecho trinitario acontecido en el hombre; es un hecho cristológico de plena incorporación a Cristo; un hecho antropológico de plenitud y madurez humana; y, finalmente, es un hecho eclesiológico, carisma otorgado a la persona para edificar el cuerpo místico de Jesús acá en la tierra, al servicio de los hombres.

El epígrafe del capítulo cuarto

El título del capítulo es nuestra primera pista de lectura. Recordemos que la autora escribe esos títulos muy al final de su tarea redactora. Cuando ya ha terminado el libro, al releerlo para fragmentarlo en capítulos y resumir su contenido en un epígrafe, a la luz de una rápida lectura en diagonal de cuanto ha escrito. Escribió esos títulos en papeles sueltos, que pronto se perdieron, aventados por los avatares del manuscrito original. Por fortuna, ya los había transcrito uno de los primeros admiradores del libro, Jerónimo Gracián. Por medio de él han llegado hasta nosotros.

Esta vez, el epígrafe antepuesto al capítulo final de la obra reza así: «Capítulo cuarto, con que acaba dando a entender lo que le parece pretende nuestro Señor en hacer tan grandes mercedes al alma, y cómo es necesario que anden juntas Marta y María. Es de mucho provecho». Es decir, que al releer su texto final, las cosas que captaron la atención de la autora y que ahora nos permitirán a nosotros penetrar en los pliegues de su pensamiento, son dos o tres:

1ª, que la vida del cristiano o de todo hombre no es una jornada a la ventura de lo que en ella suceda, sino que lleva inscrita una tácita «pretensión» de Dios. Y que al final, tras la suma de «grandes mercedes» (grandes gracias) recibidas por el hombre, resulta patente qué es lo que él «pretendió» al otorgarle la vida. No, no se trata de la imposición de un derrotero programado, sino de la misteriosa presencia orientadora de lo divino en la entraña misma de lo humano. Veremos luego el alcance de esa visión doctrinal.

2ª, por fin, en la última estancia del Castillo «andan juntas Marta y María». Las dos hermanas de Betania son dos símbolos alternativos de la vida humana. Marta es la acción, la operosidad, imagen del hombre obrero, artesano de la propia vida. María es la contemplación, con todo el substrato de anhelos, ideales, pulsiones de trascendencia, imagen del hombre artista, filósofo, metafísico, místico. Dos planos dispares: altura de los deseos, frente al bajo nivel de los hechos o de los logros. «Es necesario» que en la meta final esas dos vertientes de lo humano confluyan o «anden juntas», porque lo normal en las jornadas previas de la vida del hombre (moradas primeras... hasta las sextas) es la disociación entre una y otra: ¿cuándo será que la altura de ideales y anhelos eleve a nivel parigual lo menguado –o lo rastrero– de lo que realmente obramos? Llegar a la fusión de «Marta» y «María», de acción y contemplación, será lograr la unificación de esos dos planos en la persona.

3ª, que «es muy provechoso» lo que se dice en este capítulo. No es que la autora tenga el recelo de teorizar o que el lector tema dejarse embarcar en utopías místicas. La Santa está convencida del realismo y valor práctico de lo escrito. Ese su sentido de lo práctico está constantemente presente en la pedagogía del libro. Lo ha ido subrayando en lo epígrafes de los capítulos, que van advirtiendo al lector: «Es muy de notar» (5M 2); «es de gran provecho» (5M 3); «es de harto provecho» (6M 3); «es harto provechoso» (6M 5), etc. De ahí el refrendo final: el contenido doctrinal de este postrer capítulo del Castillo «es muy provechoso». Que el lector no lo lea en clave informativa y teórica, sino espiritual y existencial.

El punto central del capítulo

Justamente a mitad del capítulo (en el número 8, de los 16 que lo integran), la Santa imparte una de sus lecciones fuertes, tallada a cincel y sin medias palabras. Es la versión teresiana del lema paulino de la configuración a Cristo crucificado. Es necesario copiar sus palabras:

«Mirad que importa mucho esto, más que yo os sabré encarecer: poned los ojos en el Crucificado, y todo se os hará poco. Si él nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con solo palabras?

¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz –porque ya ellos le han dado su libertad–, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho...» (n. 8).

Texto perentorio. No necesita glosas clarificadoras. Baste recordar su arraigo en la experiencia espiritual de quien escribe. Ante todo, su inspiración bíblica. Teresa ha escuchado y meditado tantas veces las palabras de Jesús resucitado, que invita a «mirar mis manos y mis pies, yo soy, palpad y ved» (Lc 24, 36) o el episodio de Tomás: «Mira mis manos, trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20, 27), o el texto de la carta a los Hebreos (12, 2): «Tened fijos los ojos en Jesús, pionero y consumador de nuestra fe...».

Hubo un momento en la vida de Teresa en que esa consigna bíblica se convirtió en experiencia personal. Historiando sus primeras experiencias cristológicas, ella misma refiere esta: «Díjome una vez... que pusiese los ojos en lo que él había padecido, y todo se me haría fácil» (Vida 26, 3). Es el lema que repetirá literalmente no solo en este pasaje del Castillo, sino desde el comienzo del libro: «Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien, y allí aprenderemos» (1M 2, 11), y en numerosos pasajes del Camino, desde las primeras páginas: «Los ojos en vuestro Esposo!...» (2, 1). «¡Todo el daño nos viene de no tener los ojos puestos en Vos!» (16, 11)...

Ahora, al final de las Moradas, esa consigna es radical: poner los ojos en el Crucificado es para la configuración total a él, con dos exponentes evidenciadores: fortaleza en la cruz de cada día y servicio incondicional a los hermanos".

La pregunta acuciante: ¿Para qué todo esto?

Formulado al final del Castillo, ese «para-qué» es una pregunta envolvente. Compromete todo lo escrito, todo el camino recorrido. Compromete a los dos actores del drama vivido: al protagonista que es el Señor del Castillo, y al alma responsable de cada morada. ¿Para qué las ha recorrido esta? ¿Para qué se las ha ido abriendo él una a una? ¿Para qué «tantas mercedes», purificaciones, pruebas, gracias de fino diamante?

La pregunta del filósofo de hoy –¿para qué la vida? ¿para qué el hombre?– aparece ahora al final de las jornadas del Castillo, pero elevada de grado y de tono en la pluma de la Santa, que en realidad se pasa de la filosofía a la teología y se pregunta por qué interfiere Dios «así» en la vida del hombre, hasta conducirlo a la suprema morada del castillo. Es precisamente ahí donde arranca la exposición de este capítulo postrero.

Sin patetismo, con la mayor sencillez pedagógica, aborda el tema así:

«Bien será, hermanas, deciros qué es el fin para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo. Aunque en los efectos de ellas lo habréis entendido, si advertisteis en ello, os lo quiero tornar a decir aquí, porque no piense alguna que es para solo regalar estas almas, que sería grande yerro» (n. 4).

Sigue una respuesta elemental, a tono con el lema que acabamos de glosar: «Poned los ojos en el Crucificado». La formula así:

«No puede Su Majestad hacernos mayor favor que darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza... para poderle imitar en el mucho padecer» (n. 4).

Es decir, todo lo vivido y recibido en el castillo es para configurarnos a Cristo crucificado. Configurarnos a él en la capacidad de sufrir. Para más servir. E inmediatamente eleva ella la mirada a los grandes modelos de configuración a él y de servicio a los demás: «Su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir san Pablo tan grandísimos trabajos? Por él (por san Pablo) podemos ver qué efectos hacen las verdaderas visiones y contemplación...» (n. 5). Y por san Pedro: «Gusto yo mucho de san Pedro cuando iba huyendo de la cárcel y le apareció nuestro Señor y le dijo que iba a Roma a ser crucificado otra vez... ¿Cómo quedó san Pedro de esta merced del Señor, o qué hizo? Irse luego a la muerte...» (n. 5).

Sin citar las palabras de san Pablo, Teresa se identifica así con una de las líneas maestras del pensamiento paulino: «Dios nos eligió, destinándonos a que reprodujéramos los rasgos de su Hijo, de modo que este fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rm 8, 29). Por eso la respuesta de ella al interrogante: «para qué tantas mercedes?» es lineal. Para más configurarnos a Cristo, primero en la fortaleza y capacidad de sufrir, y luego para más servir: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). De la configuración y unión a él derivarán la fortaleza y fecundidad de nuestra vida: «No hay que dudar sino que estando (el alma) hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza» (n. 10).

El lector de hoy no puede evitar un gesto de sorpresa. Cada vez que, desde nuestra cultura, formulamos uno cualquiera de nuestros «para-qué», quedamos al acecho de una respuesta utilitaria, cotizable en nuestra escala de valores financieros, sociales o psicológicos. Pues bien, las respuestas de san Pablo y de Teresa se sitúan más allá de ese horizonte utilitario. Al rayar la cota más alta de su desarrollo, la vida del cristiano es para remodelarse y fundirse en el misterio de Cristo, que fue «el hombre para los otros».

Las otras preguntas del capítulo

Este postrer tramo del libro se desarrolla en diálogo de pensamiento con las lectoras. Comienza: «No habéis de entender, hermanas que...» (n. 1). «Tampoco os pase por pensamiento que...» (n. 3). «Bien será, hermanas, deciros que...» (n. 4). «¿Cómo pensáis que...» (n. 5). «Ya os he dicho... mal dije... quise decir que...» (n. 7). «Me diréis dos cosas...» (n. 13): «¿Pensáis que es poca ganancia que...» (n. 14); «diréis (=objetaréis) que esto no es convertir...» (n. 15). «¿Quién os mete en eso...?» (n. 15), etc.

En ese diálogo de pensamientos cruzados entre la autora y las lectoras van emergiendo unos pocos problemas de fondo. Son interrogantes formulados desde la altura de quien ha llegado a las moradas séptimas, sobre el presupuesto de que en ellas se toca lo cimero de la vida cristiana y se está perfilando la silueta del cristiano perfecto o la estampa de la santidad: ¿Qué es y qué no es compatible con esta última, aquí en la tierra? Reseñemos esa cadena de preguntas y respuestas.

A) La primera es la pregunta por la paz en el castillo: en estas moradas finales, ¿ha llegado el místico a la paz imperturbable del alma y de la vida? Recordemos que el castillo es un símbolo batallero. Y que la pluma femenina de Teresa lo ha escogido para simbolizar el entramado combativo de la vida humana. Y que en las últimas jornadas del proceso se ha hecho presente la figura de Jesús resucitado, repitiendo el «paz a vosotros», y otorgándosela de hecho al alma como se la dio a la Magdalena (7M 2, 7). Teresa misma ha escrito poco antes: «En metiendo el Señor el alma en esta morada suya, que es el centro del alma..., ya no le quitan la paz»: está el alma «como en el cielo empíreo», adonde nada se turba, nada se mueve (7M 2, 9).

¿Paz imperturbable, por tanto? Pues no. Será esta la primera matización hecha por la autora al iniciar el capítulo: «No habéis de pensar, hermanas, que siempre en un ser están estos efectos en estas almas...; que algunas veces las deja nuestro Señor en su natural, y no parece sino que entonces se juntan todas las cosas ponzoñosas del arrabal y moradas de este castillo para vengarse de ellas por el tiempo que no las pueden haber a las manos» (n. 1). Precisará enseguida: «Verdad es que dura poco, un día lo más, o poco más...». Y aun en ese tiempo perdurará la paz imperturbable «en lo interior», junto a la batalla fuerte «en lo exterior» (n. 10).

B) Los moradores de la suprema morada ¿poseen por fin un seguro de vida eterna? Es el problema acuciante del místico: la seguridad. Tener la seguridad íntima de que el amor jamás entrará en quiebra. «¡Oh vida mía, que has de vivir con tan poca seguridad de cosa tan importante!», había escrito ella en su primera Exclamación. En cambio, ahora todo hace pensar que con la llegada al «matrimonio espiritual» la unión con Dios es ya irreversible, metal precioso e inquebrantable. «Como si un arroyico pequeño entra en la mar (el alma, en el océano de la Divinidad), no habrá medio de apartarlos» (7M 2, 4), porque «el que se arrima o allega a Dios, hácese un espíritu con él» (7M 2, 5). Al entrar en esa morada, ¿no ha asegurado el Señor al alma que «nadie será parte para quitarte de mí»? (Rel 35). Y eso ¿no equivale a la famosa confirmación en gracia de que hablan los entendidos en teologías? Parecería que sí...

Y sin embargo, Teresa sorprende al lector con un «no». Un no inesperado: «Tampoco os pase por pensamiento que por tener estas almas tan grandes deseos y determinaciones de no hacer una imperfección por cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De advertencia no. Digo pecados veniales, que de los mortales –que ellas entiendan– están libres, aunque no seguras, que tendrán algunos que no entienden, que no les será pequeño tormento...» (n. 3). Y vuelven a comparecer, una vez más, los tipos bíblicos del riesgo permanente y de la caída desde lo alto: «Cuando se acuerdan de algunos que dice la Escritura que parecía eran favorecidos del Señor, como un Salomón, que tanto comunicó con Su Majestad, no pueden dejar de temer» (n. 3).

Lo que, sin duda, ha ocurrido es que en el pensamiento de Teresa se han interpolado las reservas y recelos de los teólogos de profesión, para quienes la afirmación de ese «seguro de vida eterna» o «certeza de amor confirmado en gracia» podría convertirse en índice de heterodoxia doctrinal a tenor de las declaraciones del reciente Concilio de Trento. El mismo fray Luis, al editar el pasaje de la Santa en que afirma el «libres de pecado, aunque no seguras», se apresura a anotar al margen de la página: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia, pues de almas tan perfectas y favorecidas de Dios... dice que no están seguras de si tienen algunos pecados mortales que no entienden...».

C) ¿Felicidad sin sombras? Estas séptimas moradas ¿son o no son un preludio de paraíso? («un cielo, si le puede haber en la tierra», como ella había escrito en otra ocasión). En la vieja tradición espiritual, conocida por Teresa, existía ese señuelo de retorno a la felicidad paradisíaca. Se afirmaba que esa etapa final de la vida mística comportaba una especie de recuperación del estado de inocencia y felicidad del paraíso terrenal. Pues no. Teresa no comparte esa óptica ilusionista. Aquí se sufre. Se sigue sufriendo. La unión al Esposo Cristo es configuración al Señor crucificado. «Tengo yo por cierto que estas mercedes (de las sextas y las séptimas moradas) son para fortalecer nuestra flaqueza y poderle imitar (a Jesús) en el mucho padecer» (n. 4).

D) Obras, obras, que nazcan siempre obras. ¿Es ese el objetivo último de quien ha llegado al hondón del castillo? Teresa escribe rotundamente: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). Sería demasiado arriesgado absolutizar esa consigna, para fundar nuestro activismo y primar la eficacia como suprema norma de vida. Leída en el contexto del capítulo, Teresa misma da su versión inequívoca. Es aquí, en la morada final, donde el cristiano logra la unidad entre ser y hacer. Un «hacer» jamás desconectado del ser. Marta y María han de andar juntas. Contemplación fecunda en obras. De suerte que nuestro obrar forme parte de nuestra unión a Cristo. Lo dirá Teresa expresamente: «... Lo poco que dura esta vida, interior y exteriormente ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras» (n. 15). Activismo sin unión a él sería desvarío.

E) La última objeción de las lectoras: «Diréis que vosotras no podéis ni tenéis cómo allegar almas a Dios» (n. 14). A sus lectoras carmelitas, Teresa les ha fijado desde las primeras páginas pedagógicas del Camino, y ahora en el Castillo, el ideal apostólico de vivir, luchar, amar y servir a la Iglesia. De pronto, adivina su objeción, sumamente realista en el contexto epocal de exacerbado machismo: ¿Cómo lograr ese objetivo, si ellas «no pueden ni enseñar ni predicar, como lo hacían los apóstoles»? (n. 14).

Pues bien, tanto a sus lectoras de entonces –mujeres claustrales de vida contemplativa– como a nosotros, lectores de hoy, la Santa nos da una respuesta llana y alentadora: haz bien lo que haces. No te refugies en el utópico deseo de cosas imposibles, para dejar de lado las posibles. «Que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más...» (n. 15).

Realismo de lo concreto, pero con apertura de amplios horizontes. Teresa se lo garantiza al lector: irá pudiendo «cada día más y más».

El paisaje final del castillo parece haber cambiado de luz y color. De pronto se ha abierto a las afueras y se ha constelado de invitaciones e incitaciones al servicio de los hermanos. En este capítulo postrero retornan con inusitada insistencia los vocablos «servir y servicio», «hacerse esclavos de Dios», «dejarse vender por esclavos de todo el mundo», «ser la menor de todas (las hermanas) y esclava suya», «tener fuerzas para servir»...

Esos dos vocablos portantes, «servicio y esclavitud», tienen abolengo evangélico: «diaconía y dulía». Han sido asumidos por los dos personajes modélicos: Jesús y María: él, Siervo de Yavéh; ella, la Esclava del Señor.

Cotejado ese paisaje final con el de los incandescentes deseos que tiñeron de fuego el espacio de las moradas sextas, da la impresión de que en el castillo se ha pasado de la región de los deseos a la tensión de los servicios. Efectivamente el quinquenio último vivido por la autora, a partir de esa postrera página de su libro –desde 1577 a 1582–, no estará caracterizado por los éxtasis sino por la brega y los quehaceres. De no haberse desprendido ella rápidamente del manuscrito de su libro, quizás hubiera ratificado lo dicho añadiéndole, a modo de colofón, la última instantánea de su propia alma, escrita en 1581. En todo caso, a nosotros nos sirve de refrendo y colofón. La transcribimos:

«Nunca, ni por primer movimiento tuerce la voluntad (=mi voluntad) de que se haga en ella la de Dios. Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella (a la voluntad de Dios), que ni la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando se desea ver a Dios. Mas luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas (la Trinidad Santa, en su alma), que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia, y queda el deseo de vivir, si él quiere, para servirle más. Y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (Relación 6, 9).



[1] En el c. 3, nn. 2-10.
[2] Fray Luis en su edición príncipe (p. 256) imprimió este pasaje sin retoque ni glosa alguna. Pero al reeditar las Moradas al año siguiente (1589) lo marginó con una advertencia importante: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia, pues de almas tan perfectas y favorecidas de Dios y que gozan de su presencia por manera tan especial como las deste grado y morada, dicen que no están seguras de si tienen algunos pecados mortales que no entienden, que el recelo desto las atormenta».
[3] «Se les dan las almas», escribió la Santa por desliz de aliteración. Sigo la lectura de fray Luis (p. 256).
[4] Alude a 3M 1, 1-4, en que adujo ya el ejemplo de Salomón (1R 11) y el salmo de David (111, 1) aquí citados. Véase además 7M 3, 13-14.
[5] Hacerle: de lectura dudosa.
[6] En 6M 9, 16-17, y cf 6M 1, 7.
[7] Alusión a los textos paulinos propuestos como norma en la Regla del Carmen (1Ts 2, 9, etc.).
[8] Alusión a la leyenda del «Quo vadis Domine?», que figuraba en el oficio carmelitano de San Pedro (29 de junio), cuya antífona del Magníficat decía: «Beatus Petrus Apostolus vidit sibi Christum accurrere. Adorans eum, ait: Domine, quo vadis? – Venio Romam iterum crucifigi».
[9] Lo ha inculcado en 5M 3, 11.
[10] Estos rincones: los humildes conventos de carmelitas.
[11] Lo ha dicho a lo largo de las primeras Moradas (cf 2, nn. 8, 9, 11, 13).
[12] Lo ha dicho en el c. 3; cf los nn. 3, 5, 6, 8.
[13] Salmo 17, 26.
[14] Alusión a Ct 2, 4.
[15] A todo él: lectura dudosa. Fray Luis leyó: «A todo el cuerpo» (p. 262).
[16] Alusión al lema del Carmelo: «Zelo zelatus sum», 2 Reg. 19, 10.
[17] Mt 10, 38-39.
[18] Lc 10, 42.
[19] Lc 7, 37-38.
[20] Toda esta frase fue añadida por la Santa al margen del autógrafo.
[21] La otra: es decir, la otra cosa que diréis... (cf n. 13).
[22] Cf Camino cc. 1-3, y Conceptos c. 7 passim.
[23] Cf 3M 2, 13.
[24] Ayudaréis mucho: a «allegar almas a Dios» (cf la objeción puesta al principio de este número).
[25] En el autógrafo sigue un largo texto con la aprobación autógrafa de estas séptimas moradas, por el Padre Rodrigo Álvarez, S.J., escrita en el locutorio del Carmelo de Sevilla en presencia de María de San José a 22 de febrero de 1582. – A continuación sigue el «epílogo», que en realidad es una carta de acompañamiento del libro, dirigida como este a las Carmelitas, y que primitivamente precedió al prólogo de las Moradas y fue paginada por el P. Gracián con los nn. 2 y 3.

Moradas del Castillo Interior


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Santa Teresa de Jesús, 15 de Octubre

Santa Teresa de Jesús
Virgen y Doctora de la Iglesia, Madre nuestra.
Celebración: 15 de Octubre.


Nace en Avila el 28 de marzo de 1515. Entra en el Monasterio de la Encarnación de Avila, el 2 de noviembre de 1535. Funda en Avila el primer monasterio de carmelitas descalzas con el título de San José el 24 de agosto de 1562.

Inaugura el primer convento de frailes contemplativos en Duruelo el 28 de noviembre de 1568. Llegará a fundar 32 casas. Hija de la Iglesia, muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.

La primera edición de sus obras fue el 1588 en Salamanca, preparadas por Fr. Luis de león. El 24 de abril de 1614 fue beatificada por el Papa Pablo V, y el 12 de marzo de 1622 era canonizada en San Pedro por el Papa Gregorio XV. El 10 de septiembre de 1965, Pablo VI la proclama Patrona de los Escritores Españoles.


Gracias a sus obras -entre las que destacan el Libro de la Vida, el Camino de Perfección, Las Moradas y las Fundaciones- ha ejercido en el pueblo de Dios un luminoso y fecundo magisterio, que Pablo VI iba a reconocer solemnemente, declarándola Doctora de la Iglesia Universal el 27 de septiembre de 1970.

Teresa es maestra de oración en el pueblo de Dios y fundadora del Carmelo Teresiano.

¿Qué significa la oración para Santa Teresa?
"Procuraba, lo más que podía, traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente. Y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior; aunque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con elentendimiento ni de aprovecharme con la imaginación; que la tengo tan torpe, que, aun para pensar y representar en mí (como lo procuraba traer) la humanidad del Señor, nunca acababa. Y, aunque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy trabajoso y penoso. Porque, si falta la ocupación de la voluntad y el haber en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos" (Vida 4,7).

"En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor sino esclavo; y así no me podía encerrar dentro de mí (que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración), sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé así muchos años; que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro. Bien sé que dejar la oración ya no era en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes" (Vida 7, 17).

"Gran mal es un alma sola entre tantos peligros. Paréceme a mí que, si yo tuviera con quién tratar todo esto, que me ayudara a no tornar a caer, siquiera por vergüenza, ya que no la tenía de Dios. Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con su oración. ¡Cuánto más, que hay muchas más ganancias! Yo no sé por qué (pues de conversa ciones y voluntades humanas, aunque no sean muy buenas, se procuran amigos con quien descansar y para más gozar de contar aquellos placeres vanos) no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos; que de todo tienen los que tienen oración" (Vida 7, 20).

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí..., se me ofreció lo que ahora diré... que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay muchas moradas... Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?... no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo... ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no (nos) entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería qran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra?.... (1 Moradas 1,1-2)